Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Las ciudades desmesuradas pierden su cielo nocturno. Un lechoso reverbero forma una capa de opacos residuos que las aísla del firmamento y sus constelaciones. Apenas si algunas estrellas, las más fieles, se asoman entre esa dudosa bruma. Alguien dirá que, ante la pérdida, no será que las demás sean ocultadas: quizá simplemente se alejan de quienes no saben ya verlas. Las ciudades de noche, hijas del miedo y la costumbre, emiten el residuo aéreo de sus temores y de sus taras. Solamente en algunas veladas, desde el balcón del poniente, el efecto lumínico produce una maravillosa coreografía, compuesta por el juego de algunas nubes bajas que los reflejos de la urbe destacan. Raras son esas visiones, y los distraídos habitantes más raramente las consideran. Pero entonces toda una teoría de formas imposibles y blanquecinas ocupa la cúpula citadina, como un leve fresco, cambiante y fugitivo. El aire es el escenógrafo que va acomodando figuras y figuraciones sobre el telón cósmico. Dragones y maravillas, quimeras y zoologías imposibles, héroes desmesurados, mitologías instantáneas y evanescentes: el desfile del delirio y la fantasía, del irrepetible espectáculo de la grandeza del mundo. Basta con cierta atención, alguna calma. Basta con olvidar por un rato la hipnosis enfermiza de las pantallas, la cháchara insustancial de la parda rutina: mirar el cielo, recibir sus prodigios.

Un mínimo actor da una insospechada profundidad, una entendible escala a la lenta y vertiginosa función. Es un aeroplano, todo luces parpadeantes, que ascendió contra el viento del poniente, describe el final de un arco que sobrevoló al bosque de la Primavera, emprende un rectilíneo trayecto rumbo al nororiente. Puede ser, se calcula entonces, el último avión de la jornada, el postrero vuelo nocturno rumbo a Monterrey. Una tensa línea inasible une al balcón terreno con una cabina iluminada en donde una cansina voz repite instrucciones que en realidad nadie atiende. Suspendidos sobre la ciudad, los pasajeros solamente piensan en llegar. Pero alguno habrá, más avisado, que mire la terrestre orfebrería de destellos que casas y calles emiten. Alguno habrá que se maraville en la abrupta cesación de luces que interrumpen el tejido de fulgores: es la indomable y oscura majestad de la barranca de Oblatos, septentrional y emérita barrera contra la voracidad citadina. Alguno habrá que alcance a ver el reflejo del lomo mancillado del Río Grande de Santiago cumpliendo su tantas veces milenario recorrido que rescata a la ciudad del ahogo de sus propios desperdicios. Más allá, los primeros caseríos de Zacatecas brillan débilmente, plenipotenciarios dueños se sus cielos y sus estrellas.

Así es como innumerables triangulaciones unen al planeta. Desde el quicio de un humilde jacal zacatecano donde un hombre apura las últimas fumadas a su cigarro hasta la ventanilla ahora oscura del avión con su eco siempre retrasado, hasta este balcón al que la mansa fidelidad de las ramas del níspero acompañan. Fraternidades instantáneas, precisos correos que justifican el desvelo, que dan profundidad y sentido a la existencia. Milagros, prodigios.

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Anuncio. Es una librería. Aparentemente. Si bien se comercia con tomos y volúmenes, se reciben nuevos envíos, se atiende al interesado con impecable educación, otros también –o solamente- son los designios del singular establecimiento. Al entrar, algo dice que lo que allí sucede realmente es una misteriosa partida de ajedrez, en la que las piezas blancas de los libros pulcramente acomodados luchan fatalmente contra la negrura de todo lo que de tantos ausentes ejemplares se ignora, de los que se estará por siempre ajeno y ayuno. Conviene aclarar que el nombre del establecimiento es todo un programa: Elegante Vagancia. Múltiples y juguetones –o muy serios- significados. Divisa, advertencia, reconocimiento de límites y posibilidades: de toda la invención humana se proponen algunos recorridos, someros y sumarios por principio y necesidad, que representan estos pocos, pero muy cuidadosamente escogidos libros juntos. Una estoica comprobación de la breve condición del terreno pasaje, de las luces que inciertamente lo alumbran, del más que contado número de veces en que la mano, ya decidida, elige otra vereda, otro libro para adentrarse en lo que no se conoce. Pero también una alegre invitación al fugaz convivio con otros hombres, con invenciones y hallazgos –que luego serán de alguna manera propios. De allí la elegancia del vagabundaje, su liviano talante que no evita los filos del riesgo, ni las insospechadas honduras y angustias que cada obra podría suponer. Se comercia, bien se sabe, con materiales inflamables, a veces explosivos.

Elegante Vagancia, librería, divertimiento, obra en proceso, es un sitio intelectual, artístico y aun físico cuya doble y muy meritoria autoría resulta mucho más que celebrable en una ciudad cada vez más necesitada de apuestas contra la grisura, la inanidad y el aburrimiento. Parece necesario establecer una composición de lugar. Calle de López Cotilla, esquina surponiente con la de Colonias. Última a mano izquierda, según se camina desde el centro, de una feliz composición de casas que en los últimos años treinta -¿o principio de los cuarenta?- dejara allí el maestro Ignacio Díaz Morales. La hilera de risueñas fincas ostentan la mejor expresión, ceñida y lúdica, de la Escuela Tapatía de Arquitectura. Las casas parecen hacer un permanente y respetuoso saludo a la frontera capillita de San Francisco de Sales, semejante a una maestra atenta a sus pupilas, más o menos obedientes y dóciles. Así, al final de la cuadra magistral, se llega a la Elegante Vagancia. De allí, de alguna visita pasada, el ánimo inconfundible del que sabe que ha encontrado lo que no se sabía que tanto se buscaba: un mazo de pequeños y muy cuidados libros con la poesía, volumen a volumen, de Carlos Pellicer. Revisitación, redescubrimiento: la magia de quien sabe entregar los nuevos odres para el vino otra vez nuevo.

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Pelliceriana. Nunca cesa de asombrar el ánimo jubiloso –que vence hasta las más oscuras horas- con las que el inmenso poeta tabasqueño supo acometer sus largas tareas de descifrar, de celebrar el mundo. Una fe cristiana y cercana a los cánticos de Francisco el mínimo tiene tanto que ver con ese permanente estado de gracia con el que Carlos Pellicer cumplió el luminoso tránsito de su vida sobre la tierra. Leer de corrido, sin mayor morosidad, sus poemas produce, al filo de hojas y composiciones, una parecida sensación a la que da la mejor narrativa, ciertas novelas. Los personajes son las imágenes, las metáforas, la emergencia de algunas palabras y giros totalmente inusitados. La trama está constituida por una titánica imaginación capaz de transmitir, a cada rato, la electricidad de lo inefable. Pellicer es como un abuelo queridísimo, a la vez augusto y risueño. Sus ocurrencias se atesoran para toda la vida, sirven para múltiples situaciones, hacen decible lo que pasaría inadvertido, extraviado en el anonimato del tiempo. Y los personajes retornan luego, idénticos o transformados, como saludando, haciendo guiños de fraternidad. Las líneas se recorren con avidez: ¿qué nueva invención, qué otra peripecia, sorprenderá a quien las recorra?

La variedad de registros y tonos pellicerianos es pasmosa. Pasa de la ingenua celebración al profundo abatimiento, a la solemnidad de los homenajes patrios o heróicos. No le fue ajeno el ripio, sobre el que pasaba impetuosamente y al que, al final, casi siempre lograba redimir. Pintaba, en veces esculpía, trazaba geometrías, convocaba a la danza, siempre componía una música poderosa o delicada. Nadie como él para el tono mayor, para su descenso a una simple tonada de caramillo sureño. Qué gloria ser recordado, sobre todo, por el gozo, la exaltación de lo terrestre, el afinado erotismo extraído de la vida cotidiana. Y por la incombustible certeza de una existencia más alta, de la imprescindible comunión de la creación, de todos los hombres.

Unos pocos versos, inevitablemente transcritos:

El día se jugó su as de oro
y lo perdió en tanto azul.

*

Todo se puso humilde. La vida fue mejor.

*

La tarde mata poco a poco.

*

Saludemos al mar de perpetuo entusiasmo.

*

Árbol negro. La silueta
torna el paisaje elegante.
Una tarde sin poeta,
un amante sin amante.

*

Mujer –jardín y reino-, pacifica mi frente.

*

Como un país demolido,
está el mar.
El mar ha naufragado 
después de muchos siglos de inútil navegar.

*

Sólo un pájaro canta
como un lugar bueno del corazón.

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Todo el Mediterráneo contra una estampa que sigue palideciendo: “Qué importa el frasco, siempre que exista la ebriedad.” Poco importan los años y sus agravios, pluma al aire de la tarde: hoy es siempre todavía.

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