Martes, 14 de Mayo 2024

Mi miedo al encierro

Héctor Zagal, escritor y académico oriundo de la Ciudad de México, echa de menos los pequeños placeres cotidianos previos a la contingencia sanitaria por el COVID-19

Por: El Informador

Héctor Zagal es autor autor de lirbos como “Virtudes: la trama de la felicidad según Aristóteles” (Ariel 2019) y “El Gabinete de Curiosidades del Dr. Zagal” (Planeta, 2019). ESPECIAL

Héctor Zagal es autor autor de lirbos como “Virtudes: la trama de la felicidad según Aristóteles” (Ariel 2019) y “El Gabinete de Curiosidades del Dr. Zagal” (Planeta, 2019). ESPECIAL

Les confieso que la pandemia me tomó desprevenido. Siempre pensé que la ciencia detendría la enfermedad antes de que se convirtiese en una catástrofe mundial. ¿No ha sucedido así con otras enfermedades? ¿No hemos derrotado el cólera y el tifo, que en otro tiempo fueron consideradas plagas mortales?

Y, sin embargo, la pandemia nos ganó la primera partida. Aquí estamos, encerrados, temerosos, asustados. La economía está paralizada; nuestra vida social, reducida a su mínima expresión, y lidiamos con el miedo, más que fundado, de que la enfermedad irrumpa en nuestra casa.

¡Todo cambió tan rápidamente! Todavía a finales de febrero, tuve la oportunidad de nadar en Puerto Vallarta. A principios de marzo, cené en la colonia Americana con un grupo de amigos y conversamos sobre nuestros planes para la primavera y el verano.  Yo vivo habitualmente en la Ciudad de México, pero han de saber que en cuanto puedo, me escapo a Jalisco. Entre mis planes, estaba regresar en junio a Puerto Vallarta.

Les cuento. El viernes 13 de marzo estaba en Guadalajara, en una gira de conferencias. Como recordarán, el gobierno federal había insistido en que aún se podía estar en la calle, en los restaurantes, en los museos. Las escuelas oficiales estaban abiertas. Sin embargo, desde días antes, las noticias que nos llegaban de Europa eran inquietantes.

Ese viernes desayuné rápidamente en mi hotel. Hice mi maleta, pues era mi último día en Guadalajara. Monterrey era la etapa siguiente de la gira. Tomé un taxi y me dirigí al lugar de mi charla. Al llegar, los organizadores me recibieron en la puerta del lugar. Habían decidido cancelar la gira. No querían correr riesgos. Mis anfitriones habían arreglado mi vuelo rumbo a la Ciudad de México.

En en el aeropuerto de Guadalajara, reinaba el nerviosismo. Los vuelos estaban llenos. Se veía que muchas personas estaban en mi misma situación. No obstante, la gente no estaba lo suficientemente asustada como para guardar la distancia. Las personas se apiñaban en las filas de embarque, como si pudiesen perder su vuelo por no estar cerca las unas de las otras.

Aterricé en la Ciudad de México. El aeropuerto lucía casi vacío a pesar de ser viernes. Ni siquiera tuve que esperar para conseguir un taxi. Ni parecía viernes de quincena. La ciudad, siempre nerviosa, siempre bulliciosa, se movía con pasmosa tranquilidad.

Entré a mi casa y, desde entonces, no he salido sino lo mínimo indispensable; para conseguir medicinas o comprar alimentos. En cierto sentido, soy un afortunado. Como profesor universitario, puedo dar clases en línea; como escritor, puedo trabajar en mi estudio, y como conductor de radio, puedo atender mi programa desde el teléfono.

Mi pequeño despacho se ha convertido en el centro de mi vida; es mi cuartel general, mi centro de operaciones. Desde el primer momento, me impuse un pequeño horario: hora fija para levantarme y acostarme, para el aseo personal, para comer, para la sobremesa con mi familia, para hacer bicicleta estática, para ver Netflix, para chatear con mis amigos, para leer novelas. La mezcla de ansiedad y refrigerador es peligrosa, así que me propuse no comer entre comidas, a excepción del café de media mañana y de media tarde. Por paradójico que parezca, un plan de vida, un horario, es un buen recurso contra el aburrimiento.

Para romper el ritmo semanal, varío mi rutina del fin de semana. Sábado y domingo, la comida es más elaborada. Este domingo, por ejemplo, comí mixiote de pollo casero, cocido en la olla express, aromatizado con hojas de aguacate y, como aperitivo, bebí un par de tequilas. El fin de semana también me levanto y me acuesto un poco más tarde, alargamos la sobremesa y veo un poco más de televisión.

Además, por la noche del domingo me conecto con dos diferentes grupos de amigos para mantener tertulias por Zoom. La verdad es que bromeamos mucho; la única regla que hemos acordado es no hablar del virus.  

Pero mentiría si les dijera que el encierro no me cuesta. A veces me siento cansado, aburrido, ansioso. Siento unas ganas locas de salir a pasear, a cenar con mis amigos, a ir de compras. 

¿Por qué tememos el encierro? Me parece que, en primer lugar, porque nos obliga a toparnos con una persona a la que conocemos poco: nosotros mismos. La falta de actividad exterior nos enfrenta con nuestro yo. ¿Nos sentimos a gusto con lo que somos? ¿Por qué nos molesta la introspección y el monólogo interior? ¿De verdad nuestra vida interior es tan vacía que nos aburrimos de nuestra soledad? El encierro nos obliga a hablar con nosotros y, lo que es más duro, el encierro nos coloca frente a la muerte. La pandemia nos ha recordado una realidad incómoda: la vida humana es frágil. La muerte ha dejado de ser una posibilidad abstracta y remota. En la soledad del encierro, difícilmente podemos evadir esta penosa realidad: somos mortales.

En segundo lugar, el encierro nos obliga a convivir de una manera intensa y presencial con pocas personas. A veces tengo la impresión de que las redes sociales han atrofiado nuestra capacidad de convivir en un espacio real con nuestros semejantes. A pesar de que tengamos el celular a la mano y un sinúmero de amigos en las redes, el encierrro nos pone cara a cara con personas de carne y hueso. No podemos evadirnos todo el día y, tarde o temprano, tenemos que mantener una conversación. El encierro es una ocasión para recuperar la habilidad de platicar, de “hacer sobremesa”, de charlar. 

Esto nos lleva al tercer reto del encierro: la empatía, la paciencia y la comprensión. La convivencia intensa en un espacio pequeño durante un tiempo indeterminado exige que minimicemos los roces personales. ¿Han leído la obra de teatro A puerta cerrada de Sartre? Trata de tres personas encerradas en una pequeña habitación. Las tres han muerto y aguardan el castigo eterno en una salita. ¿Qué tormentos les tiene preparado Satán? Poco a poco, van descubriendo que ya están en el infierno. No hay demonios para torturar a los condenados; su tormento es convivir entre sí. En otras palabras, los otros pueden ser nuestro infierno o nuestro cielo. 

No sé cómo vaya a terminar mi historia. Confío en llegar sano y salvo a buen puerto. Por lo pronto, el ejercicio diario me ha hecho bien. También quiero creer que terminaré el encierro siendo más paciente y comprensivo. Además, espero terminar de escribir un libro sobre historia de la comida mexicana. Si consigo estas tres metas, el encierro me habrá hecho bien.

Hay otra enseñanza que a todos nos deja el encierro. Aprendamos a valorar esos pequeños placeres de la vida de los que antes podíamos gozar: caminar en nuestra colonia, beber un café con los amigos, reunirnos con nuestra familia. Seamos sinceros. Lo que hoy extrañamos no son los viajes especiales,  las grandes fiestas, ni las situaciones extraordinarias. Lo que de verdad echamos de menos son esos placeres ordinarios, del día al día. ¿No les parece? Ojalá regresemos de este encierro renovados interiormente, habiendo aprendido que la felicidad no se encuentra en los extraordinario, sino en gozar de una manera extraordinaria  nuestra vida ordinaria.

Héctor Zagal

@hzagal

Escritor, autor, entre otros libros de “Virtudes: la trama de la felicidad según Aristóteles” (Ariel 2019) y “El Gabinete de Curiosidades del Dr. Zagal” (Planeta, 2019).

Sinópsis

Existe un sinnúmero de condiciones que no dependen de nosotros pero de las cuales depende la felicidad. No elegimos nacer en un lugar, ni a nuestros padres, ni nuestra lengua materna, ni el patrimonio familiar. Las enfermedades o discapacidades con las que nacen las personas son tantas que por momentos se antoja que el éxito y plenitud de la vida humana depende de la fortuna. En un contexto cambiante y acaso fortuito, el ser humano se enfrenta al reto de volverse el arquitecto de su propio destino. Aristóteles propone el ejercicio de la virtud para hacer lo mejor posible con los recursos disponibles: una estrategia de vida realista se concentra en intentar controlar aquello que sí está en nuestro poder cambiar, como es el caso de nuestras habilidades técnicas, nuestros hábitos morales y, en general, nuestra manera de interpretar el mundo.

En este libro se evalúan uno por uno los hábitos prácticos e intelectuales que, según Aristóteles, pueden llevar al ser humano a su propia excelencia y a la felicidad.

Sobre el autor

Héctor Zagal (México, 1966) se licenció por la Universidad Panamericana, es maestro por la UNAM y doctor en filosofía por la Universidad de Navarra. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, profesor en la Universidad Panamericana, en la UNAM y en el ITAM.

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