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Embajadores de vida en el espíritu

“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar”, Hech. 2, 2-11

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Hech. 2, 2-11. “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar”.

EVANGELIO: Jn. 20, 19-23. “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. Reciban el Espíritu Santo”.

SEGUNDA LECTURA: 1 Cor. 12, 3b-7. 12-13. “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.

(Jn. 20, 19-23)

Los discípulos de Jesús en Pentecostés, con la presencia del Resucitado en medio de ellos, expresan con sus sentimientos de paz y alegría, que han recuperado la vida del maestro muerto, su Espíritu. Sin ningún reproche, han sido liberados de culpabilidades, desilusiones, abandonos y miedos. Experimentan la fidelidad de Dios a sus promesas de no dejarlos solos, de encarnarse y continuar viviendo entre ellos por su Espíritu y la fidelidad a su plan amoroso, que pretende humanizar el mundo, hacerle más fraterno y compartido con su Espíritu, donde son enviados a continuar su vida y misión: Como el Padre me ha enviado, así os envío yo.

Conmemoramos nuestro nacimiento como comunidad con Jesús en medio. Pero si no está o está solo como doctrina predicada y no como una verdadera experiencia de vida que nos nutre, ¿quién nos abrirá las puertas del dialogo y del encuentro con los demás?, ¿cómo podemos decir que está con nosotros, si no tenemos alegría, nos sentimos cansados o nos alimentamos de otras cosas, como doctrinas, leyes, estructuras para defendernos y no perder visibilidad? ¿quién nos proporcionará la paz y la alegría para anunciar bondad y esperanza?

La falta de trabajo, la pobreza, la vejez, la enfermedad, la soledad, el sufrimiento, el fracaso, el desamor. Tememos la soledad, a pesar de que nos decimos seres relacionales y que las comunicaciones han avanzado a pasos agigantados. Cuantos más medios tenemos para afrontar la vida, más miedos tenemos. Hay inquietud y desazón por los cambios tan rápidos que se dan en nuestra sociedad, por el individualismo, el pragmatismo y la insolidaridad tan exagerada. Hay una angustia disfrazada y solapada, que suele estar ligada al sinsentido de la vida y el miedo al dolor, la muerte, por esa falta de sentido, dispersión y desorganización de la vida. ¿Quién va a quitar los miedos del hombre de hoy?

Donde crece el miedo se pierde de vista a Dios, se ahoga la bondad que hay en las personas y la vida se apaga y entristece. Es importante no perder la confianza en Dios. Si el Dios manifestado en Jesús nos da miedo, no hemos entendido gran cosa. El Dios de Jesús nos quita el miedo a Dios con su imagen tan humana y cercana que nos proyecta. ¿Quién quitará los miedos a los cristianos?
Solo el espíritu del Resucitado, aclarará nuestra confusión, falta de entendimiento, comunicación y entrega. En un mundo contaminado y con alergias, necesitamos aire puro que nos aclare por dentro y por fuera; nos de valor para testimoniarle, fuerza para no silenciarle, valor para acompañar, tocar y curar las llagas de nuestros entornos, escuchar los gemidos de los hermanos, y que el mismo Espíritu transforme el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre para nosotros.

Señor, perdona nuestra ineficacia de cristianos cobardes y danos la fuerza de tu Espíritu para anunciar hoy a Cristo como esperanza de la humanidad y verdad que vence la mentira, como paz y libertad que fundamenta la dignidad humana, como vida que supera la muerte, el desamor, y la opresión, como amor y fraternidad que derrotan al odio y la violencia, como única liberación, capaz de crear personas libres que aman. Amén.

El Espíritu del Señor llena el universo, ¡aleluya!

Tres grandes fiestas celebraba el pueblo judío. La primera, la liberación, y en ella el paso de Egipto -a través del Mar Rojo y del desierto- hasta “la tierra que mana leche y miel”. La segunda, la alianza que Dios hizo con su pueblo al pie del Monte Sinaí, la entrega de las tablas de la ley -el decálogo- y la aceptación de la ley. La tercera, la fiesta de los Tabernáculos, o sea la protección de Dios a su pueblo en su largo peregrinar.

La segunda fiesta, 50 días después de la Pascua y llamada Pentecostés, atraía a creyentes y otros muchos hacia la ciudad de David.

Ese Pentecostés fue el elegido para concluir la obra de Dios con los hombres: Creación, y se le atribuye al Padre; Redención, que corresponde al Hijo; Santificación, y el Espíritu Santo desciende sobre “el pequeño rebaño”.

Era domingo. Los apóstoles, obedientes al mandato de su Maestro de que no se dispersarían por todas las naciones hasta que recibieran al Espíritu Santo, perseveraban unidos y en oración.

Así estaban esa mañana, cuando -como lo cuenta San Lucas en su libro “Los hechos de los apóstoles” (Hechos 2, 1, 11) - “de repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban”.

No hubieran llevado adelante la empresa de la salvación de los hombres, sin la transformación recibida en ese glorioso día, porque al viento impetuoso siguió otro prodigio: “Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos”.

El Espíritu Santo -que es invisible, inaudible, intocable, puesto que es espíritu y no puede ser captado por los sentidos- se ha manifes tado ahora como lenguas de fuego sobre las cabezas de los apóstoles reunidos en oración. Tal vez fue un brevísimo instante, mas los efectos fueron de prodigiosa eficacia y de sempiterna duración. Esa visita los transformó.

José Rosario Ramírez M.

Los gemidos de la Creación

Si reflexionamos profundamente, si vivimos conectados con nuestra interioridad, caeremos en la cuenta de un anhelo, una inquietud existencial de que no estamos completos, que no acabamos de estar plenos, que siempre nos falta algo. Esa carencia de plenitud es como una carencia de ser que nos llama siempre a llegar a ser. Ese impulso impresionante de ir más allá de las cosas materiales, de las cosas que se deterioran con el tiempo, es –en la experiencia religiosa– Dios, y en la experiencia cristiana es el Dios de Jesús.

Esta carencia de ser nos pone en actitud de búsqueda, de estar siempre en movimiento, llenos de vida, y se traduce en una existencia de estar atentos, conscientes de experimentarse con plenitud, pero en continuo avance, resolviendo siempre los retos y dificultades y aumentando nuestra capacidad de admiración por lo bello, verdadero y bueno que nos sucede en la vida. Y no sólo los humanos manifestamos este gemido, sino la Creación entera. En la Carta a los Romanos San Pablo nos dice “que la Creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestros cuerpos”.

Cuando no asumimos estos gritos de nuestro corazón, nos vamos ahogando en deseos banales y se va extinguiendo el fuego de la pasión; entramos entonces en una apatía –si no es que en depresiones– que nos pueden conducir a la muerte. Hay que estar atentos para que eso no nos suceda. André Rocher decía que “somos pordioseros dormidos sobre riquezas inconmensurables, desvanecidos sobre un manantial de energía, paralizados sobre una corriente de vida”.

Estos gemidos de la Creación, y de cada uno de nosotros como sociedad en esta pandemia, también son gemidos del Espíritu que nos invitan a asumir esta crisis como un nuevo Pentecostés porque estamos unidos en una causa común; hablamos diferentes idiomas y aun así nos entendemos; hay fuego de la esperanza: Dios nos da, y dará, la paz que tanto necesitamos.

José Martín del Campo, SJ - ITESO

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