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La corte del ego: psicología barata de los aduladores

Alrededor de cada poderoso crece una fauna invisible: los aduladores. Se acercan como mosquitos atraídos por la luz del ego y el olor del poder.

No buscan servir, sino chupar.

No piensan, repiten. No aconsejan, aplauden.

Son los vampiros emocionales que viven del brillo ajeno y lo mantienen vivo a fuerza de halagos, mientras secretamente se alimentan de su sangre moral.

La psicología del adulador es tan barata como efectiva: sabe olfatear la vanidad, detectar la inseguridad del jefe y envolverla con palabras dulces.

“El mejor discurso, señor.”

“La idea más brillante, licenciado.”

“Qué visión la suya, incomparable.”

Y así, día tras día, van construyendo una prisión de espejos donde el poderoso se refleja solo en sí mismo, rodeado de clones obedientes.

El adulador no tiene pensamiento: tiene reflejo.

El psicólogo Robert Greene, en su estudio sobre la manipulación (The 48 Laws of Power), explica que el adulador es un depredador emocional camuflado de leal.

No busca el bien del líder, sino su provecho: contratos, favores, prestigio o simplemente calor de proximidad al poder.

Su habilidad suprema consiste en hacer sentir al poderoso omnisciente, justo cuando más necesita escuchar la verdad.

Y ahí empieza la decadencia.

Porque el poderoso, en vez de rodearse de sabios que le muestren límites, se rodea de dóciles que le acarician el ego.

No elige al más inteligente, sino al más servil; no al que piensa, sino al que asiente; no al que confronta, sino al que se arrodilla. Un títere, al fin.

Su corte se llena de sombras sin voz, que sólo saben decir “sí, señor, como usted guste” con sonrisa de plástico y franca hipocresía.

El adulador no es leal al hombre, sino al poder que lo habita.

Cuando ese poder cae, huye buscando otro trono donde anidar.

Y el que fue soberano queda solo, confundido, despojado del coro que le decía quién era.

El verdadero consejero -el sabio, el amigo genuino- es quien se atreve a decir lo que el poder no quiere oír.

Pero esos son raros, y suelen ser los primeros en ser expulsados del palacio.

Así, el trono del poder termina cercado por un enjambre de sanguijuelas que chupan hasta la última gota de lucidez.

Y el rey, embriagado por su propio ego, ya no distingue entre la verdad y la miel podrida de los que le cantan al unísono.

Hasta que el silencio de la realidad le muerde el cuello. Todo acaba siendo un vil teatro.

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