IA, aulas y abogados
Hace catorce años tuve mi primera clase de derecho; hace nueve me gradué; y, desde hace cuatro, imparto clases a estudiantes universitarios. Durante ese tiempo, la dinámica académica y sus retos se mantuvieron prácticamente intactos, cual Código de Hammurabi ¡que está tallado en piedra!
La docencia jurídica, como muchas otras disciplinas, cambió muy poco durante siglos. Si bien el internet y herramientas como Word o los programas de consulta de jurisprudencia (el famoso “IUS”) agilizaron y facilitaron muchas labores, el enfoque docente privilegiaba los trabajos escritos para fomentar la reflexión y pensamiento crítico.
Sin embargo, la inteligencia artificial (IA) irrumpió tomándonos por sorpresa a los docentes, haciendo inútiles nuestros métodos.
Lo paradójico es que hoy las universidades envían mensajes contradictorios. Por un lado, presumen, casi como eslogan de campaña, la adopción de tecnologías de IA; y, por el otro, restringen su uso en el aula, calificándolo como plagio.
Al mismo tiempo, se repite como mantra que dominar estas herramientas es indispensable para conseguir empleo. Pero no existen guías claras, ni un modelo educativo que explique a profesores y estudiantes cuáles son los límites de su uso, ni cómo incorporarlas con rigor académico, asegurando que exista un aprendizaje efectivo.
Seamos francos, las aproximaciones tradicionales de apelar a la honestidad o intentar concientizar sobre la importancia de aprender son poco fructíferas. Está en la naturaleza del estudiante buscar la solución más sencilla al problema que tenga enfrente: la clásica nota escondida en la pluma, las anotaciones con lápiz sobre el pupitre o respuestas escondidas debajo de la falda.
Pero aprender implica modificar nuestra memoria de largo plazo; y, si el esfuerzo de escribir es opcional gracias a la IA, requerimos de nuevas formas de generar los estímulos cognitivos necesarios para que ese aprendizaje ocurra.
Por eso, tarde o temprano, tendremos que cambiar la estrategia. Dejar de pedir ensayos kilométricos, pues estos pueden ser escritos en segundos sin el menor esfuerzo. Debemos volver a viejas prácticas: cátedras sin diapositivas, propiciar la consulta de textos académicos o sentencias y, sobre todo la participación de viva voz. Es decir, regresar a un modelo medieval, pero sin necesidad del latín.
No es que estemos renunciando al rigor. Al contrario, lo estamos rescatando. Leer, conversar y escuchar, fueron durante siglos la esencia de la cultura académica. A estas alturas, son pocos los alumnos que están acostumbrados siquiera a comprar o alquilar en la biblioteca textos académicos.
Recordemos que Aristóteles no pedía tareas escritas, caminaba y hablaba. Sus alumnos, llamados peripatéticos hacían lo que podían para seguirle el paso, literalmente. En las universidades medievales europeas el método oral era la norma; inclusive, en 1355 la Universidad de París prohibió que los profesores hablaran con lentitud suficiente que permitiera al alumnado transcribir sus palabras.
Quizá ha llegado la hora de aceptar que el futuro nos lleva a prácticas del pasado, ¡qué irónico!
Y que, lejos de ser un retroceso, puede ser la mejor forma de volver a aprender a reflexionar, sin herramientas digitales que nos hagan la tarea. Necesitamos de abogados que entiendan el sentido y lógica de las normas, con visión crítica y empatía, no autómatas jurídico-funcionales.