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Masacres: el horror como mecanismo de control social

La nota publicada recientemente relativa a las 35 masacres registradas en Guanajuato durante el primer semestre de 2025, colocándolo como el Estado con el mayor número de este tipo de eventos, no solo debería conmovernos, sino sacudir nuestra conciencia cívica y ética. Guanajuato se ha convertido, desde al menos 2017, en el epicentro de una forma de violencia estructural que consiste en el asesinato en masa por parte de los grupos delincuenciales.

Sin embargo, el fenómeno no es exclusivo de ese Estado: masacres, desapariciones, ejecuciones y hallazgos de fosas clandestinas son también parte del paisaje cotidiano en buena parte del territorio mexicano.

Una masacre, en términos simples, consiste en el asesinato de tres o más personas en un mismo evento y por motivos generalmente vinculados con el crimen organizado, el control territorial o las venganzas cruzadas entre grupos armados. Sin embargo, una masacre es mucho más: es la escenificación extrema de formas rituales y sangrientas mediante las cuales se comunica poder, se impone silencio, se siembra el terror y se rompen los lazos sociales más elementales.

El terror se ha vuelto un fin en sí mismo de las bandas criminales. Las masacres, en este marco, son dispositivos narrativos del crimen organizado y, en muchos casos, también del aparato estatal, coludido a través de las autoridades locales. En ese sentido, cada matanza comunica un mensaje: “Aquí mandamos nosotros. Nadie nos detiene. Todos pueden morir”. Y ese mensaje no es solo para los enemigos, sino para la sociedad entera.

En este 2025, hablar de 35 masacres en un solo Estado es hablar de una normalización del horror. Guanajuato hoy representa el abismo al que puede llegar una Entidad cuando la complicidad, la corrupción y la descomposición del aparato de seguridad se conjugan con el crecimiento de economías criminales sofisticadas. Pero si se observan otros estados como Jalisco, Zacatecas, Guerrero, Veracruz, Michoacán y Sinaloa, la misma lógica de exterminio se repite.

La recurrencia de las masacres no puede desligarse del fenómeno de las desapariciones —más de 130 mil personas, según cifras oficiales— ni del hallazgo sistemático de fosas clandestinas, muchas de ellas ubicadas en terrenos que alguna vez fueron sembradíos, ejidos o zonas residenciales. El país se ha convertido en un gran cementerio oculto, donde la muerte deja de ser una excepción.

La violencia sistemática que atraviesa a México responde a una forma contemporánea de necropolítica. Las víctimas de las masacres son casi siempre jóvenes, pobres, migrantes internos, personas desplazadas por el hambre o la falta de oportunidades. Es decir, “cuerpos prescindibles” para un sistema que ha hecho negocio de la muerte y el horror social.

Pero más allá de esto, lo que resulta también alarmante es la “anestesia social” que se ha generado en torno a esta violencia. Se nos informa de una masacre como si fuera un dato del clima. La sangre ya no conmueve, las cifras no escandalizan, las imágenes no generan la indignación pública suficiente para exigir con la fuerza necesaria que esto debe parar ya.

Frente a esta realidad, se debe evitar que ocurran más de estos cruentos eventos y, a la par, reconstruir un pacto social roto por la violencia y la impunidad. Porque cada masacre no solo asesina a las víctimas directas: también mutila la posibilidad de comunidad, de confianza y de futuro compartido.

El Estado mexicano ha fallado en su función esencial: garantizar la vida, la seguridad y la dignidad de todas y todos sus habitantes. Pero no ha fracasado por omisión o incapacidad exclusivamente. Urge repensar la seguridad no como un complejo proceso de reconstrucción de la solidaridad y la convivencia pacífica entre las personas, como justicia restaurativa, como defensa activa de la vida y como garantía de los derechos humanos.

Las masacres, vistas desde esta perspectiva, son los síntomas de un sistema enfermo. Y mientras siga considerándoseles como meras “excepciones” en espacios de inseguridad, el horror seguirá repitiéndose; y eso no es de ningún modo lo deseable ni aceptable para México.

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