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Los niños expulsados de México

“Por 10 mil dólares la pasamos junto con su hijo. Eso sí, los paga por adelantado y recibirá instrucciones al llegar a la frontera. Piénselo”. Bien pudieran ser las palabras de cualquier coyote dedicado al tráfico de personas en México o Centroamérica. El viaje que terminaría en Tijuana o Matamoros es peligroso y el pago no es ninguna garantía de llegar al destino. Muchos lo toman porque no tienen otro camino ante las amenazas contra ellos o sus familias y comienzan una aventura que cambia sus vidas. Otros simplemente repiten el proceso ante la falta de medios legales para llegar a Estados Unidos. Muchos de ellos son menores de edad.

La opinión pública del mundo se sacudió hace semanas al descubrir que miles de niños habían sido detenidos en los Estados Unidos, separados de sus padres y sometidos a tratos inhumanos. Mientras eso sucedía en el Norte, acá, en nuestro país pasaba lo mismo. Según reportes de Unicef publicados recientemente, más de 68 mil niños migrantes centroamericanos fueron detenidos en México en los últimos dos años y más de 90% fue deportado hacia el Sur.

El número de pequeños que solicitan asilo ha ido en aumento generando una verdadera crisis a la no podemos ser insensibles. Se trata de un desplazamiento masivo en el cual México es, a la vez, paso y destino. Ante estos hechos es necesario tomar una posición mucho más solidaria y comprometida con la persona. Es un contrasentido exigir que se haga fuera de casa lo que no somos capaces de aplicar aquí.

Y efectivamente se trata de aplicar porque conforme a los tratados internacionales de los que México forma parte y las propias normas vigentes, estamos obligados a dar trato digno y opciones para que estos pequeños se queden aquí para proteger su vida.

Se trata, en su inmensa mayoría, de pequeños que viajan solos o acompañados huyendo de amenazas de las bandas que azotan los barrios populares de Honduras, El Salvador y Guatemala.

El resultado de ineficaz aplicación de las normas es terrible, porque muchos de los deportados tienen riesgo de muerte y quedan a merced de los grupos de delincuentes quienes abusan de ellos. En muchos casos son separados de sus padres que se encuentran a miles de kilómetros y sin condiciones para reencontrarse. Estas organizaciones criminales, como los Maras o Barrio 18 se han convertido en verdaderos azotes de las comunidades que ejercen un poder encima de las propias autoridades constituidas.

Huir es la única opción de mujeres y niños cuando reciben amenazas generando así olas migratorias que llegan a nuestro país. La acción de muchas organizaciones civiles ayuda a quienes huyen de sus propios países, las hay desde Chiapas hasta Tijuana, pero lamentablemente poco pueden hacer frente a la acción de las bandas y de las autoridades.

La política migratoria mexicana debe revisarse profundamente para reencontrar en la práctica el sentido humanitario establecido en las normas y tratados. Dar un simple sentido policial a la migración resulta un acto de falta de humanidad siempre contraproducente.

La asistencia a los niños que llegan a México es un deber y darles la opción de permanecer en condiciones dignas un derecho esencial humanitario que debemos respetar. Para ello, lo primero es reconocer la dimensión del problema y de la responsabilidad que nos corresponde.

Ha llegado la hora de cambiar el enfoque de la cerrazón indiferente, revestida de nacionalismo legalista, que lleva a la discriminación, para poner a la persona en el centro de la política migratoria. Este debe ser asunto prioritario dadas sus implicaciones internas y externas para México. Habrá que insistir para ponerlo en la agenda política y mediática como una prioridad, porque un país de migrantes no puede cerrar los ojos a semejante injusticia.

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