Ideas

La generación ansiosa

¿Quién cuida a nuestros niños del pequeño rectángulo luminoso que los hechiza? ¿Quién los resguarda del resplandor del smartphone, de la cámara frontal que hipnotiza, de los filtros que deforman la realidad?

Décadas atrás, los niños podían comprar cigarros en máquinas expendedoras. Hoy lo recordamos como un disparate, casi una crueldad. Sin embargo, cometimos un descuido que quizá sea aún más dañino: colocamos en sus manos un smartphone como si fuera un juguete más. Una lámpara mágica, sí, pero con un genio que no concede deseos… por el contrario, los devora.

Hace unas semanas cayó en mis manos el libro “La generación ansiosa”, del escritor Jonathan Haidt, que me ha dejado profundas reflexiones. Entre 2010 y 2015, cuando los teléfonos dejaron de ser novedad y se volvieron prótesis, la curva de la salud mental se disparó. 

La depresión clínica en chicas adolescentes aumentó casi 50%. Los intentos de suicidio se duplicaron. Imaginemos un salón de 40 alumnas: de un año a otro, seis más se hundieron en la tristeza más honda. Esa estadística tiene nombres, rostros, lágrimas invisibles.

Pero la dimensión de lo que hemos perdido no cabe en esas gráficas: se llama juego libre. Ese espacio sin adultos donde se inventaban mundos, se pactaban reglas, se gritaba y se hacía la paz antes de que anocheciera. Ahí se aprendía el arte de negociar, de reconocer la tristeza en los ojos del otro, de medir la fuerza de un abrazo. Ese teatro de la vida fue reemplazado por pantallas de cristal líquido: sin rodillas raspadas, sin polvo en los codos, sin interacción humana.

Un adolescente es como barro fresco, maleable y frágil. Y nosotros pusimos en sus manos un objeto diseñado para atarlos con hilos invisibles: notificaciones que suenan como campanas de Pavlov, luces que prometen compañía, pero entregan soledad. Lo que antes era bicicleta y calle, ahora es encierro en un cuarto iluminado por un resplandor azul.

¿Qué hacer? En su libro, Haidt nos da propuestas concretas. Tal vez no haya fórmulas mágicas, pero sí actos sencillos, tan obvios como retirar las máquinas de cigarrillos:

  • Entregar el primer smartphone hasta después de los 14, como se entregaban antes las llaves de la casa.
  • Posponer las redes sociales hasta los 16, como quien recibe la llave del coche.
  • Devolver a la infancia su reino: el juego libre, la conversación cara a cara, el tiempo sin pantallas ni guardianes.

Urge que tomemos acción. Si no lo hacemos, veremos a una generación caminando con el corazón en vilo, respirando ansiedad como quien respira aire contaminado.

P.D. Como padre y como subsecretario, agradezco a Bernardo González Aréchiga por acercarme este libro. Esta columna la escribo para tantos como yo que también hemos cedido ante la tentación de darle la tableta a nuestras hijas para que estén tranquilas. Pero hoy entiendo que ese silencio es engañoso: detrás de él hay tanto ruido y se esconde un costo demasiado alto, la salud mental de quienes más queremos.

Twitter: @rvillanueval

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