Donde se queda el corazón
Alguien dijo alguna vez que el corazón se va quedando a pedazos en las ciudades donde te toca vivir.
No sabía si era verdad hasta que hice el inventario.
Primera parada: Ciudad de México. Estudiante de Economía. Un pedazo de corazón se quedó en las aulas de la UNAM, en las tertulias de café que duraban toda la noche, en la primera vez que entendí que las palabras podían cambiar el mundo.
Segundo destino: Madrid. Estudiante de Periodismo. Otro pedazo se quedó en la Puerta del Sol, en los bares donde los veteranos me enseñaron que ser periodista no era solo escribir: era vivir intensamente para tener algo que contar.
Tercera escala: Nueva York. Los atentados terroristas. Las Torres Gemelas ya no dominaban el horizonte. Un fragmento más del corazón se perdió entre rascacielos, en la energía implacable de una ciudad que nunca duerme, en la certeza de que allí pasaban las cosas que cambiarían todo.
Pero hay una diferencia entre dejar pedazos del corazón y entregarle el corazón completo a una ciudad.
La revelación llegó en Washington, cubriendo elecciones. Era mi séptima ciudad. Mi decimoquinto año como corresponsal. Esa noche, solo en un hotel idéntico a mil otros, me pregunté: ¿en cuál de todas podría envejecer? La respuesta fue escalofriante: en ninguna.
Santiago de Compostela me enseñó algo diferente. Llegué por una historia sobre el Camino de Santiago. Me quedé tres meses. El ritmo era humano. Las piedras contaban historias de mil años. Por primera vez en décadas pensé: aquí se puede vivir, no solo sobrevivir. Pero aún era muy pronto y seguía convencido de que las mejores historias estaban siempre en otra parte.
Tijuana. Dos años cubriendo la frontera más compleja del mundo. El corazón sangró allí. No se quedó un pedazo: se abrió una herida. Ver tanta injusticia, tanta esperanza truncada, tanta vida desperdiciada… Tijuana me enseñó que algunas ciudades no se quedan con pedazos de tu corazón: te devuelven pedazos rotos.
Y entonces llegué a Guadalajara.
Venía a hacer noticiarios de televisión. A la par, volví a hacer radio, como en mis orígenes. Y volví a escribir en un diario, en este. Primera sorpresa: no me fui. Segunda: no quise irme. Tercera: dieciocho años después, sigo sin querer irme.
¿Por qué Guadalajara se quedó con más que pedazos? Tal vez porque finalmente tenía la edad para comprometerme con una ciudad. Ya no buscaba la noticia perfecta en el lugar perfecto: buscaba el lugar perfecto para vivir las noticias que importan.
En Madrid aprendí elegancia. En Nueva York, ambición. En Washington, poder. En Santiago, paciencia. En Tijuana, resistencia. En Guadalajara: esperanza práctica.
No es perfecta. Tiene problemas y desequilibrios. Pero conserva algo raro: la capacidad de reinventarse sin perder el alma.
Lo que pasa aquí puede replicarse a nivel nacional. La Gran Guadalajara no es solo una ciudad: es una propuesta.
Por eso mi corazón ya no se queda a pedazos: está completo aquí. A estas alturas, no es limitación, es privilegio.
Y cada mañana, frente al micrófono, transmito algo más que noticias: gratitud. Por haber encontrado, finalmente, la ciudad donde el corazón se queda entero.