Diario de un espectador
Atmosféricas. Las intermitentes rachas de viento anuncian la temporada. El jardín se arremolina bajo su empuje y acata las órdenes que esa efervescencia imprime a sus savias que así van completando sus ciclos inmemoriales. Después del eclipse portentoso la luna esplende como una gran copa de plata que recibiera anhelos y esperanzas de la ciudad toda. Hasta tarde, el rumor de las idas y venidas hace patentes los afanes interminables que conforman la vida que corre. Alegres voces de los jóvenes que se llaman, oleadas lejanas de músicas variadas, bicicletas en curso tranquilo: la noche discurre con su cargamento de deseos e intenciones.
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Dos lanzas cuya historia revelaría, sin duda, épicas jornadas. Solamente queda de ellas el remate de bronce bravío, sus filos mellados por el tiempo, el dorado desvaído del metal. Quién sabrá bajo que cielos brillaron y se aprestaron al avance, a los azares del combate, al temple de los que llevaron su peso, quizás sus banderas. Pero desde hace generaciones las lanzas son un tranquilo recordatorio de la paz que venturosamente sobreviene, y acomodadas sobre un entrepaño completan el cotidiano paisaje, recuerdan el ávido transcurso de los tiempos. Pero una electricidad imperceptible forma también, entonces, el clima del cuarto todo, imprime una energía inexplicable a las jornadas.
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Un arco truncado deja ver la perspectiva de una calle en La Habana. Fue hace mucho tiempo y en otra estación. La oscuridad del primer plano hace más vibrante la superficie de la construcción frontera, resuelta a la manera clásica, claraboyas, ventanerías de medio punto con barandales de fierro, cornisas justas. Un pálido cielo alcanza a verse, dividido por un asta que lanza todo su empuje a lo alto. Es misteriosa la manera como una imagen, tomada en un lugar determinado y en un tiempo preciso logra convocar, e incluir en ella, toda la circunstancia vital que rodeó su aparición en la conciencia de quien por primera vez la miró. Por alguna u otra razón se conserva entonces en un rincón, como un espejo que da cuenta del pasado, pero también como una invitación a encontrar nuevas vertientes por las que la vida habrá de fluir, imparable. Cada fotografía cuenta una historia, dice la vieja canción, y el futuro aguarda la impronta de lo que lo hará inteligible, durable.
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Regreso a los poetas. No se agota nunca, en las grandes obras, su reverberación que conmueve el alma, la multitud de asociaciones que unas cuantas palabras, justas, suscitan. Puede ser la página de un autor ilustre, los versos de un poeta menos conocido, la marca que deja una resonancia que lleva a regiones inesperadas, inefables: y solamente bajo el conjuro de esas palabras enlazadas quien las lee, a veces, sabe entender mejor sus días.
Fernando Fernández, en su última y tan generosa entrega, editada por Monte Carmelo e intitulada Oscuro Escarabajo:
Te prometo,
pequeño escarabajo
que descubro en mi mesa
al regresar de un viaje,
réplica exacta casi
de esos oscuros
escarabajos que los viejos
egipcios colocaban en el pecho de las momias
para que el día del Juicio
no fuera el corazón a alzar contra el difunto
adverso testimonio-;
te prometo,
extraño escarabajo inesperadamente
hallado entre mis cosas,
tallado igual que aquellos otros
con un hermoso epígrafe cuyo significado desconozco,
te prometo que te colocaré
cerca de mí
y allí he de mantenerte bien visible,
como un recordatorio,
en un sitio eminente en mi escritorio,
para que todo lo que diga
o escriba salga límpido del fondo
de mi corazón;
y de esa forma, extraño
y mínimo, oscuro escarabajo,
delante del tribunal
que ha de juzgarme al irme de este mundo,
cuando mis actos sean analizados,
y mi declaración
estudiada al trasluz,
y examinadas una a una mis palabras,
no tengas, ni tú mismo
ni otro idéntico a ti,
que vigilar
el testimonio de mi corazón ni temas
que pueda desdecirme.
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