Cuatro cadáveres, una infancia rota y la Policía mejor pagada
En Jalisco, ser parte del cuerpo policíaco mejor pagado no garantiza ni ética… ni humanidad. Zapopan presume salarios de élite para sus elementos, patrullas de primerísimo nivel y prestaciones de alto calado. Y las tiene. El oficial de menor rango percibe cerca de 19 mil pesos, sin contar con los casi tres mil mensuales en vales de despensa y su apoyo para transporte, que está muy cerca de los mil.
Sin embargo, cuatro de esos policías con percepciones imposibles de alcanzar para otras corporaciones de Jalisco están involucrados en un crimen cuya descripción raya en lo inhumano.
El 10 de julio, un niño de nueve años huyó de madrugada, con la frente abierta, después de ver cómo asesinaban a su madre, a su padre, a su hermana adolescente y a su hermano de dos años. Los investigadores a cargo del caso adelantan que la masacre ocurrió para robar dinero al padre de esa familia.
Por sí solo, el acto es aborrecible. Entre las víctimas está una jovencita de 13 años y un niño de dos años y nueve meses. El hecho escaló en dimensión al revelarse que entre los seis implicados en el multihomicidio están cuatro policías de esa poderosa corporación que, precisamente, aumentó las prestaciones de sus agentes para evitar corrupción en sus filas.
Por supuesto, es imposible generalizar y claro que hay honrosas excepciones de oficiales realmente comprometidos con el servicio que prestan a la sociedad. Pero los cuatro que están en la mira destruyeron una vida que el Estado Mexicano en su conjunto no podrá recomponer jamás.
No es la primera vez que en estas letras se destaca a Jalisco como una Entidad donde los colmos se superan constantemente. La prueba más reciente de que esa afirmación se sostiene es esta masacre registrada en San Cristóbal de la Barranca, un municipio que hace límite precisamente con Zapopan.
Los homicidas creyeron haber acabado con cinco personas. El niño de nueve años, quien tenía un fuerte golpe en la cabeza, fingió su muerte y caminó de madrugada para pedir ayuda tras haber sido testigo de la barbarie. ¿Qué futuro puede prometerle el Estado a un infante que lo ha perdido todo?
Más allá del espanto de la escena y del dolor incalculable que deja el que cuatro oficiales de Policía están involucrados, el hecho ocurre justo cuando el Gobierno de Jalisco presume una supuesta baja en los homicidios, cuando sus voceros llenan conferencias y redes sociales de gráficas con líneas descendentes, como si celebrar que “hoy matan a menos que antes” no fuera un indicador que falte al respeto de las víctimas del día a día.
Lo peor es que este no es un caso aislado. Hemos visto policías municipales coludidos con el crimen organizado, oficiales que “resguardan” fincas donde se desaparece gente, otros que entregan víctimas, que disparan sin protocolo, que detienen sin causa. Lo de Zapopan es más escandaloso por el contraste: sueldos de primer mundo y resultados de pesadilla, pero también están las pruebas de control de confianza que, desde su arranque, probaron ser un rotundo fracaso.
El menor sobrevivió y ahora el Estado tiene una deuda impagable con él. Lo menos que puede hacer es darle atención psicológica especializada, procurarle un entorno seguro, educación de calidad, justicia y un futuro digno. Pero lo más triste es que, haga lo que haga, nada podrá reparar el terror que sufrió a sus nueve años.
A todas luces, y desde cualquier ángulo, se trata de un hecho brutal que no debe desaparecer de la agenda, porque la impunidad empieza cuando dejamos de mirar y, definitivamente, no podemos darnos ese lujo.
Mientras hay quienes comparten cifras alegres, estrategias cosméticas y fotos sonrientes desde la playa (o desde el menudo), hay un niño sin familia que cargará con la memoria de esta masacre toda su vida. Y lo mínimo -lo mínimo- que debemos exigir es que nunca más se repita.
isaac.deloza@informador.com.mx