Cuando la palabra se convierte en golpes
El Senado es, por esencia, la casa de la palabra. Su tribuna debería ser un altar donde las ideas se cruzan como espadas que nunca hieren la carne, sino que afilan la razón. Y, sin embargo, la semana pasada, ese recinto que debiera ser templo del diálogo se convirtió en un cuadrilátero. Dos senadores, representantes del pueblo, cambiaron el verbo por el golpe, la réplica por el empujón y el argumento por el puñetazo.
No es un incidente menor. Es un presagio. Porque cuando en el corazón de la democracia la violencia desplaza al diálogo, se lanza un mensaje oscuro a toda la nación: “Si los representantes se golpean, ¿por qué no hacerlo también los ciudadanos?”. Es el germen de una peligrosa pedagogía de la violencia. Lo que se normaliza en lo alto se multiplica en lo bajo.
Lo ocurrido no es simplemente un altercado personal de egos. Es la encarnación de la frustración, de la impotencia y del narcisismo político. La rabia que estalla en la tribuna es la metáfora de un país desgarrado entre bandos, donde los adversarios se ven como enemigos y no como interlocutores. Allí donde debería haber diálogo, se levanta el muro del insulto; allí donde debía florecer la escucha, brota la semilla del odio.
El filósofo Byung-Chul Han advierte que “una sociedad sin respeto mutuo degenera en pura violencia simbólica”. Lo que vimos en el Senado va más allá: la violencia simbólica se convirtió en violencia física. Y cuando el símbolo cae, la política pierde su poder de mediación y se desnuda como choque brutal de impulsos y reacciones.
Este episodio nos invita a reflexionar sobre nuestro propio clima social. ¿Acaso no sentimos todos, hasta en carne propia, ese mismo hartazgo que se expresó a puñetazos? ¿No estamos, como sociedad, al borde de responder con gritos y empujones a quienes piensan distinto? El Senado no fue más que un espejo, deformado y grotesco, de nuestras propias tensiones colectivas generadas por este estilo de Gobierno maniqueo.
Si no recuperamos el valor del diálogo, si no aprendemos a ceder la palabra en lugar de arrebatarla, corremos el riesgo de que los zafarranchos parlamentarios se conviertan en zafarranchos civiles en las calles. El verdadero golpe no fue el que recibió un senador, sino el que recibió la democracia en la credibilidad de esos protagonistas rijosos.
El reto está claro: volver a la palabra, volver al respeto, antes de que la tribuna se extienda a las plazas y la nación toda se convierta en un ring.