Ideas

Aunque solo fuera por sesenta días

* Reflexiones sobre una conversación con la maestra Cristina Urrutia

Al subir la escalera del Palacio de Gobierno en Guadalajara, el mural de Orozco te sacude. Es muy impresionante. Miguel Hidalgo emerge como fuego vivo. Incendiado. Una presencia imposible de ignorar.
Y surge la pregunta inevitable: ¿por qué tanto Hidalgo en Guadalajara?

La respuesta está en los dos meses más importantes de la historia de México: noviembre y diciembre de 1810, cuando Guadalajara se convirtió en la capital de un país que apenas empezaba a soñar con ser libre.

Hidalgo llegó aquí después de perder la oportunidad de tomar la Ciudad de México. Había ganado en el Monte de las Cruces. Tenía la capital a su alcance. Pero dudó. Se retiró. La decisión le costó el apoyo de Allende y de otros líderes insurgentes que nunca le perdonaron esa vacilación.

Tras la derrota en Aculco, con las tropas de Calleja dispersando a los insurgentes, Hidalgo necesitaba reagruparse. No bastaba con pelear: había que demostrar que la insurgencia no era solo guerra, sino construcción de patria. Guadalajara le ofreció esa oportunidad.

Aquí instaló el primer gobierno insurgente de México. No un refugio temporal, sino un gobierno completo, con decretos, imprenta y proyecto de nación. Durante dos meses, México independiente existió, y su capital fue Guadalajara.

Los decretos emanados de esta ciudad cambiaron la historia del continente. El más revolucionario: la abolición de la esclavitud. Con ese gesto, Hidalgo se colocó junto a los grandes abolicionistas de su tiempo. William Wilberforce en Inglaterra. Toussaint Louverture en Haití. Y un cura de pueblo en México decidiendo el destino de una raza oprimida.

Dirán los críticos que había pocos esclavos en Nueva España. Pero el acto trascendió los números: fue una declaración de principios, una definición del país que se quería construir. También eliminó impuestos que ahogaban a los indígenas, estableció la primera imprenta insurgente y fundó El Despertador Americano, periódico que llevó las ideas de independencia a cada rincón.

Desde Guadalajara, Hidalgo mostró que la insurgencia no era solo destrucción del orden colonial, sino construcción de un orden nuevo, más justo y más humano.

Los historiadores siguen debatiendo si fue demasiado radical o demasiado moderado. Si sus tropas cometieron excesos imperdonables o defendieron causas justas. Pero nadie niega que sus días más brillantes y sus decisiones más visionarias ocurrieron aquí.

En Guadalajara, Hidalgo dejó de ser solo el cura que gritó en Dolores: se convirtió en el estadista que delineó la nación que habría de nacer. Por eso Orozco lo pintó incendiado, porque aquí ardió con la pasión del constructor de patrias.

El final llegó pronto. La derrota en el Puente de Calderón fue total. La huida hacia el norte, desesperada. La captura en Chihuahua, inevitable. La ejecución, el punto final de una vida que cambió continentes.

Pero entre noviembre y diciembre de 1810, durante sesenta días gloriosos, Miguel Hidalgo gobernó México desde Guadalajara. Y por eso hay tanto Hidalgo en esta ciudad: porque aquí no solo pasó, aquí trascendió.

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