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50 mil años de raciocinio ¿y entonces?

Esa es la duración que algunos antropólogos indican para el ejercicio del raciocinio en el planeta. Un muy largo camino que llevó de formas de vida más primitivas al día de hoy, cuando no podemos estar tan seguros de demasiados buenos resultados de esa evolución. Con el simple dato de los índices de pobreza y desigualdad, o con la cantidad de conflictos armados en curso, o el muy precario equilibrio ecológico, basta para comprobar la distancia que como especie aún tenemos que cubrir para manejar razonablemente las formas de vida y civilización que hemos alcanzado. O para inventar otras.

Las ciudades son grandes máquinas que producen diversas cosas: prosperidad económica, pero también desigualdad; incontables aportaciones culturales, y también dosis de ignorancia; grandes infraestructuras de energía eléctrica, agua y drenaje, transporte, y un desigual servicio de todo ello, que muchas veces llega a la premura, entre los habitantes.

Un aspecto: las ciudades son por necesidad productoras de agua. Todo ese caudal, adecuadamente tratado, debería ser aprovechado y reusado, constantemente infiltrado en el subsuelo o vertido en los cauces de agua correspondientes con la calidad adecuada. Esto es de elemental lógica, de sentido común, de propia conveniencia: de raciocinio. ¿Entonces qué pasa?

Pasa que al raciocinio se le atraviesan múltiples factores que tienen que ver con intereses creados, con facciones, sesgos económicos, pura y dura inepcia. Lo más grave es cuando esos factores se convierten en estructurales y pretenden hacerse pasar como parte de la cultura de la ciudad, como su esencial manifestación.

La cultura de la ciudad, la suma de conocimientos y manifestaciones que hacen visible el espíritu de una civilización, está en el centro de la viabilidad de una urbe. Cada habitante de ella elabora, guarda y transmite su propia visión de la ciudad. En los casos favorables, cuando el habitante hace correcto uso de su raciocinio y de su lucidez, ellos son transmisores y promotores de un mejor entorno urbano. Puede ser en el nivel del discurso, pero es sobre todo en el contexto de la práctica citadina en donde su influencia es determinante. Esperar y exigir un entorno digno, sabiendo lo que esto es, reviste una importancia capital.

Se puede aventurar una fecha: 1970. Desde principios de los años cuarenta hasta ese año, en términos generales, Guadalajara (y sus habitantes) supieron con claridad quiénes eran, cómo querían vivir. Gracias al recto raciocinio heredado de los antiguos y a las herramientas de la modernidad. A partir de 1970 llegó un quiebre. La migración urbana, la explosión demográfica lo explican parcialmente. Pero basta ver la ciudad que nos rodea, asumir quiénes somos, para entender que el raciocinio se extravió, desapareció en muchos casos. Y que es urgente restablecer su vigencia.

jpalomar@informador.com.mx

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