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Cañón la Huasteca

GUADALAJARA, JALISCO (20/MAR/2011).- Estando con mi familia en Monterrey, una fría y nublada mañana, Fernando Cortez Torres, pasó por Cristina y por mí, para ir a Santa Catarina. En 1596, Lucas García y su esposa, Juliana de Quintanilla fundaron la hacienda Santa Catarina, de la cual surgió el poblado. Antaño hubo asentamientos chichimecas en la comarca. Entramos al restaurante “El Sesteo de las Aves”, de la cadena “Los García”, donde saboreamos unos ricos blanquillos con machaca, frijolitos chinos, y por supuesto gordas infladas de harina. Similar nombre tiene una fonda de San Gabriel, Jalisco, animada por fotografías de José Mójica, Juan Rulfo y Blas Galindo. Los parroquianos de Santa Catarina son fervientes de la Virgen de San Juan de los Lagos y la celebran del 10 al 15 de agosto. Fernando nos platicó de la famosa ánima de la Villa de Guadalupe, Ignacio de la Garza, a quien en 1912, le preguntaron unos revolucionarios, “¿Quién vive?”, y respondió, “¡Obregón!”, para su mala suerte eran carrancistas, y lo llevaron al paredón del panteón, localizado por el camino real oriente de Monterrey, pasando el Río Santa Catarina, a cuatro décadas, se le apareció a su sobrina Rosalinda, indicándole donde estaba la caja que había dejado con monedas de oro y una carta, manifestando su cariño a su familia.

Nos encaminamos por la avenida Ignacio Morones Prieto, doctor y político originario de Linares, fue rector de la Universidad de San Luis Potosí, gobernador de Nuevo León, secretario de Salubridad y director del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), escribió: Divertículos gastrointestinales y Peritonitis tífica. Pasamos la colonia el Molino y luego vimos la boca del Cañón la Huasteca. Nombre que también obedece a la vertiente marítima, que abarca, de la Sierra Madre Occidental hasta la costa del Golfo de México, comprendiendo: Puebla, Hidalgo, San Luis Potosí, Veracruz y Tamaulipas. Fuimos cautivados por fascinantes laderas verticales, unas blancas y otras, algo cubiertas por su vegetación, creándose atractivos contrastes. Nos detuvimos en un claro, y bajamos del coche bastante entusiasmados por contemplar aquellas paredes encantadoras, cada una es peculiar en su corte, textura, y forma, pareciendo una danza de diversos peñascos, o una exposición de grandiosas esculturas. Nos cautivaron dos delgadas paredes, paralelas, similares  y salientes, separadas por un claro de unos cinco metros, semejaban una serie de torres de castillo, al adentrarse ganaban altura con gracia.

En la boca del cañón San Judas, nos atrajo un peñasco en forma de abanico con matas, atrás sobresalía un peñasco por su altura y desnudez, coronado por tres picos. En una pared vimos unos escaladores a rapel, que disfrutaban de la verticalidad y del entorno. Más adelante contemplamos una peña piramidal y, con insólitos cortes horizontales, parecía obra chichimeca, por cierto una pared se pavonea de unos petroglifos. Enseguida miramos una gran pared estriada con talud casi a plomo. Conforme avanzábamos por el cañón éramos maravillados por singulares y bellos peñones, su hermosura nos invitaba a detenernos para gozar visualmente de sus formas. Una peña parecía atrapada por una red, pues en sus ranuras verticales y horizontales había arbustos verdes, que contrastaban con la veta blanca. Cristina nos señaló un acantilado con infinidad de pliegues, y nos dijo: “parece un órgano de catedral”. Luego observamos un fantástico picacho que se erguía desde las faldas de un monte verde. A un costado del sendero vimos el lecho arenoso del Río Santa Catarina, que canturrea en la temporada pluvial. A corta distancia Fernando nos indicó que una delgada pared escarpada  y aledaña a unos huizaches, parecía la cresta de un gallo. Después admiramos un cerro con cueva, llamada la cueva de la Virgen de los Milagros, por manifestarse su imagen en la cavidad. Vimos unos corredores pasar y Cristina comentó: “Sí yo viviera en Monterrey, me vendría a correr a éste vibrante cañón, lo más posible”. En ese cañón sólo percibíamos belleza por doquier. Enseguida  observamos un peñasco un tanto piramidal, vertical y estriado, era toda una escultura. Al introducirnos más al cañón, atisbamos un insólito arco que embellecía aquel paraje. El cañón se empezó a abrir y la cercanía de sus preciosas peñas, se alejó de nuestra perspectiva. Súbitamente las laderas del cañón las fue envolviendo una neblina, y tuvimos que despedimos alegremente del bello sitio.

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