Suplementos
Vacaciones sin fin
Hay cada año menos asuetos para escolares y trabajadores pero seguimos igual de pobres
GUADALAJARA, JALISCO (23/NOV/2014).- Ahora que las vacaciones invernales asoman en el horizonte me va pareciendo que se han convertido en otra de tantas especies en vías de extinción. El ocio tiene una fama espantosa entre nuestras clases dirigentes. Políticos, empresarios y esos “líderes de opinión” cuyo trabajo consiste en oficiar como sus heraldos nos han convencido, con el paso de los años, de que descansamos en exceso y que a ello se debe nuestra permanencia en el tercer mundo. La realidad es otra: hay cada año menos asuetos para escolares y trabajadores pero seguimos igual de pobres (mientras, como es lógico, los políticos, los empresarios y los heraldos viajan a la playa más cercana para que se les quite el estrés que les provoca nuestra baja productividad).
La cosa empieza desde la infancia. Un año escolar característico, por allá de los ochenta, comenzaba en septiembre, luego del soporífero Informe de Gobierno. Se interrumpía con la preparación de festivales (y los subsecuentes feriados o puentes o al menos jornadas recortadas para que uno se disfrazara de prócer) en honor a los Niños Héroes, la Independencia, el Descubrimiento de América (que tenía el nombre más franquista posible: Día de la Raza), la Fundación de las Naciones Unidas, el Día de Muertos y la Revolución. Luego llegaba Navidad y uno se guardaba en su casa quince días o se la pasaba rompiendo piñatas (y comiendo mandarinas, colación y cacahuates con cáscara porque aún no se ponían de moda los cartones rellenos de chocolates baratos de hoy día).
En enero, cuando regresaba uno a clases luego del Día de Reyes, no había mayores conmemoraciones pero sí exámenes semestrales que ocupaban una semana. Luego sobrevenían la Constitución, el Día de la Bandera, la Expropiación Petrolera, el Natalicio de Juárez, el Día del Niño, la Batalla de Puebla, el Día de la Madre y el del Maestro… Para cuando terminaba uno con ellos venían en fila los segundos semestrales y los finales y el año escolar se esfumaba.
Y entonces, por allá de la primera o segunda semana de junio, comenzaba un largo verano que no terminaría sino el primer lunes de septiembre (o el primero después del dichoso informe presidencial). En esos casi tres meses de reposo podía uno leerse las obras completas de Twain, Salgari o Verne o perderse en la televisión, sí, pero muchos (y de verdad hablo de miles) terminábamos metidos en empleos a tiempo parcial que nos convirtieron, a la larga, en ilegales pero muy responsables púberes trabajadores. Ahora, en cambio, las vacaciones escolares duran lo mismo que un noviazgo de telenovela: dos semanas inestables y fugaces.
Ninguna razón conmueve a los evangelistas del trabajo permanente (de los otros). Aunque la OCDE acepta que un mexicano trabaja alrededor de 500 horas al año más que el resto de los ciudadanos de los países monitoreados por la organización, sobran todavía “cazadores de puentes” y gente que no soporta pensar en que existan asuetos.
A ellos les debemos el horror productivista en el que vivimos y la existencia de esos tontos que se autodenominan “workahólicos”: gente que llega a su empleo temprano pero sale tardísimo (para reprochárselo a los demás). Locos que envían correos a las nueve y media de la noche con la expectativa de que se los respondan en ese momento (en Alemania, por ejemplo, hacer eso es causal de demanda). Orates que marcan el domingo a las siete de la mañana y preguntan: “¿Estás en la compu?”. Y se indignan cuando uno se ríe. Y que luego, mientras vegetan en su escritorio para cumplir cien horas semanales de labor incansable e inútil, atribuyen las desgracias del país a los días libres.
La cosa empieza desde la infancia. Un año escolar característico, por allá de los ochenta, comenzaba en septiembre, luego del soporífero Informe de Gobierno. Se interrumpía con la preparación de festivales (y los subsecuentes feriados o puentes o al menos jornadas recortadas para que uno se disfrazara de prócer) en honor a los Niños Héroes, la Independencia, el Descubrimiento de América (que tenía el nombre más franquista posible: Día de la Raza), la Fundación de las Naciones Unidas, el Día de Muertos y la Revolución. Luego llegaba Navidad y uno se guardaba en su casa quince días o se la pasaba rompiendo piñatas (y comiendo mandarinas, colación y cacahuates con cáscara porque aún no se ponían de moda los cartones rellenos de chocolates baratos de hoy día).
En enero, cuando regresaba uno a clases luego del Día de Reyes, no había mayores conmemoraciones pero sí exámenes semestrales que ocupaban una semana. Luego sobrevenían la Constitución, el Día de la Bandera, la Expropiación Petrolera, el Natalicio de Juárez, el Día del Niño, la Batalla de Puebla, el Día de la Madre y el del Maestro… Para cuando terminaba uno con ellos venían en fila los segundos semestrales y los finales y el año escolar se esfumaba.
Y entonces, por allá de la primera o segunda semana de junio, comenzaba un largo verano que no terminaría sino el primer lunes de septiembre (o el primero después del dichoso informe presidencial). En esos casi tres meses de reposo podía uno leerse las obras completas de Twain, Salgari o Verne o perderse en la televisión, sí, pero muchos (y de verdad hablo de miles) terminábamos metidos en empleos a tiempo parcial que nos convirtieron, a la larga, en ilegales pero muy responsables púberes trabajadores. Ahora, en cambio, las vacaciones escolares duran lo mismo que un noviazgo de telenovela: dos semanas inestables y fugaces.
Ninguna razón conmueve a los evangelistas del trabajo permanente (de los otros). Aunque la OCDE acepta que un mexicano trabaja alrededor de 500 horas al año más que el resto de los ciudadanos de los países monitoreados por la organización, sobran todavía “cazadores de puentes” y gente que no soporta pensar en que existan asuetos.
A ellos les debemos el horror productivista en el que vivimos y la existencia de esos tontos que se autodenominan “workahólicos”: gente que llega a su empleo temprano pero sale tardísimo (para reprochárselo a los demás). Locos que envían correos a las nueve y media de la noche con la expectativa de que se los respondan en ese momento (en Alemania, por ejemplo, hacer eso es causal de demanda). Orates que marcan el domingo a las siete de la mañana y preguntan: “¿Estás en la compu?”. Y se indignan cuando uno se ríe. Y que luego, mientras vegetan en su escritorio para cumplir cien horas semanales de labor incansable e inútil, atribuyen las desgracias del país a los días libres.