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Que viva el que gane
Verdugos de los equipos locales y campeones foráneos, todas las camisetas del futbol caben en Guadalajara
GUADALAJARA, JALISCO (01/JUN/2014).- Quizá es culpa de nuestro inveterado cosmopolitismo o es nada más que nos gusta estar siempre a bordo del barco del que gana. Pero lo cierto es que Guadalajara es una de las ciudades del planeta donde uno puede ver mayor cantidad de playeras deportivas de equipos foráneos. No sólo foráneos, sino provenientes de ciudades que muchos de quienes visten sus coloridas galas de combate no conocen, no aspiran a conocer y ni siquiera podrían ubicar en un mapa. El localismo feroz, que es uno de los ejes de la pasión deportiva a lo largo la historia, a nosotros nos da más o menos lo mismo. Le vamos al local, sí, pero simultáneamente ponemos velitas en el altar de cualquiera que nos asegure la satisfacción de alguno que otro título que podamos restregarles en la cara a los amigos.
Uno sabe que si se pone una cachucha de los Red Sox y se sube el metro neoyorquino, los nativos van a mirarlo feo, le van a hacer bromas y, en caso extremo, terminarán correteándolo. Uno sabe que una playera del Real Madrid en plena rambla barcelonesa o del Barcelona en mitad de la Gran Vía son actos de valor casi heroico. En cambio, en Guadalajara (y, hay que reconocerlo, también en la Ciudad de México pero no, en general, en Monterrey, Morelia o Torreón) uno tiene carta libre para ponerse la playera que sea, incluso si es la del recientísimo verdugo de los equipos del terruño. O sobre todo esa, claro, para humillar a los paisanos derrotados.
Sí: cada día salen miles a las calles con las casacas del Atlas, las Chivas y los recién ascendidos Leones Negros. Pero no menos lo hacen con playeras directamente rivales, como las del América, Cruz Azul y Pumas, cuando no con otras provenientes de paralelos lejanos, en donde quizá ni siquiera sospechan de la existencia de las pasiones que su desempeño levanta por estos lares: menudean las equipaciones azulgranas y merengues en las calles, rebosa la ciudad de jerseys del Chelsea, el Manchester United, el Boca Juniors o el River Plate, el Arsenal, el Milán… En los años noventa, llegaron a verse algunas del PSV holandés, que era un cuadro que por entonces disputaba las finales europeas. Lo mismo ha pasado con el Inter o la Roma, con el Bayern Munich y el Bayer Leverkussen, etcétera. Nuestros afectos se decantan hacia los ganadores mientras lo son, aunque luego, coquetos, salten de equipo en equipo en la medida en que los resultados favorecen o no a tirios y troyanos.
Conozco a tipos que han cambiado tantas veces de camiseta que ya resulta inútil asociarlos con nada que no sea su obsesión por proclamarse ganadores: han sido del Milán (al que llaman “Milan”) de Sacchi, han sido del Barcelona (le dicen “Barça”) de Guardiola y, apenas cambia de manos la guardia y la copa, se aparecen una mañana con la camiseta de ese gorila engominado que es Cristiano Ronaldo…
Así, miles de atlistas se hicieron americanistas en los ochenta y, años después, en tiempos de La Volpe, desempolvaron las banderas rojinegras (y ahora andan llorando la salida del Piojo Herrera y renacidos en el culto del equipo de Coapa). Y miles de chivas andan camuflados tras las rayas negras, rojas y gualdas de la UdeG… Porque todo título, así sea el del Ascenso, es motivo de orgullo, hemos de suponer.
¿Nacer en una ciudad y gustar del deporte obliga a firmar un contrato irrenunciable con los equipos de las cercanías? Seguro que no. Pero hacerlo con los de otra parte y hasta aprender ruso, catalán o japonés para luego dárselas de ganador tampoco parece serio. Sobre todo si uno es lapón postizo el jueves y para el domingo ya mutó a toscano, escocés o canario de utilería.
Uno sabe que si se pone una cachucha de los Red Sox y se sube el metro neoyorquino, los nativos van a mirarlo feo, le van a hacer bromas y, en caso extremo, terminarán correteándolo. Uno sabe que una playera del Real Madrid en plena rambla barcelonesa o del Barcelona en mitad de la Gran Vía son actos de valor casi heroico. En cambio, en Guadalajara (y, hay que reconocerlo, también en la Ciudad de México pero no, en general, en Monterrey, Morelia o Torreón) uno tiene carta libre para ponerse la playera que sea, incluso si es la del recientísimo verdugo de los equipos del terruño. O sobre todo esa, claro, para humillar a los paisanos derrotados.
Sí: cada día salen miles a las calles con las casacas del Atlas, las Chivas y los recién ascendidos Leones Negros. Pero no menos lo hacen con playeras directamente rivales, como las del América, Cruz Azul y Pumas, cuando no con otras provenientes de paralelos lejanos, en donde quizá ni siquiera sospechan de la existencia de las pasiones que su desempeño levanta por estos lares: menudean las equipaciones azulgranas y merengues en las calles, rebosa la ciudad de jerseys del Chelsea, el Manchester United, el Boca Juniors o el River Plate, el Arsenal, el Milán… En los años noventa, llegaron a verse algunas del PSV holandés, que era un cuadro que por entonces disputaba las finales europeas. Lo mismo ha pasado con el Inter o la Roma, con el Bayern Munich y el Bayer Leverkussen, etcétera. Nuestros afectos se decantan hacia los ganadores mientras lo son, aunque luego, coquetos, salten de equipo en equipo en la medida en que los resultados favorecen o no a tirios y troyanos.
Conozco a tipos que han cambiado tantas veces de camiseta que ya resulta inútil asociarlos con nada que no sea su obsesión por proclamarse ganadores: han sido del Milán (al que llaman “Milan”) de Sacchi, han sido del Barcelona (le dicen “Barça”) de Guardiola y, apenas cambia de manos la guardia y la copa, se aparecen una mañana con la camiseta de ese gorila engominado que es Cristiano Ronaldo…
Así, miles de atlistas se hicieron americanistas en los ochenta y, años después, en tiempos de La Volpe, desempolvaron las banderas rojinegras (y ahora andan llorando la salida del Piojo Herrera y renacidos en el culto del equipo de Coapa). Y miles de chivas andan camuflados tras las rayas negras, rojas y gualdas de la UdeG… Porque todo título, así sea el del Ascenso, es motivo de orgullo, hemos de suponer.
¿Nacer en una ciudad y gustar del deporte obliga a firmar un contrato irrenunciable con los equipos de las cercanías? Seguro que no. Pero hacerlo con los de otra parte y hasta aprender ruso, catalán o japonés para luego dárselas de ganador tampoco parece serio. Sobre todo si uno es lapón postizo el jueves y para el domingo ya mutó a toscano, escocés o canario de utilería.