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Montepíos

Inicia la temporada de ver cómo se van a recuperar los bolsillos después de tanta fiesta

GUADALAJARA, JALISCO (11/ENE/2015).- Terminaron las vacaciones del común de los mortales (este es el momento en que los acaudalados se van de la ciudad, una vez que los comunes volvimos a nuestros salones y escritorios) y llega el momento de enfrentarse a la realidad: tarjetas de crédito congestionadas, pagarés impagables y tandas pelonas. ¿Qué hace uno en esos casos, luego de llorar y prometerse nunca volver a invitar a los suegros y los cinco sobrinos muelones a Bacalar o Los Cabos?  Ir al Montepío.

Soy un afortunado: mi experiencia en las casas de empeño han sido, en general, buenas. Supongo que porque jamás he sido ignorante sino un mero vival que se asoma a ver qué cosa barata encuentra. Pero lo normal es que los empeños sean lugares sórdidos en los que se pierden el “bien” y la dignidad. Aunque quizá sea demasiado pronto hacer sonar los violines de la tragedia.

Es notable la cantidad de personas que, por ejemplo, empeñan el teléfono celular viejo, cuando todavía vale algunos pesos, para ayudarse a comprar uno nuevo (esta respuesta nacional a la obsolescencia programada también aplica para cámaras de fotografía y video). Otro recurso desesperado, es decir, usual, es empeñar piezas de joyería. Aunque la cumbia respectiva no lo aclara, es muy probable que el amado de Carmen no haya perdido la cadenita con la virgen del Nazareno, sino que la haya dejado en prenda para llevársela de vacaciones a, digamos, Chimulco.

Dos episodios memorables ocupan el espacio que la memoria de mi disco duro craneal destina a los empeños. En el primero, un amigo que nos daba empleo a varios adolescentes buenos para nada se encontró sin dinero para la nómina semanal y decidió ir a valuar las únicas posesiones que tenía a la mano, para ver si le alcanzaban: una colección variopinta de discos compactos y su reproductor, un cachivache del tamaño de una videocasetera Beta y el peso de un cocker spaniel adulto.

Como la falta de pago siempre es una amenaza de sedición, los acreedores lo acompañamos. Nos recibió, luego de hacer fila ante una ventanilla y escuchar los llantos de una señora que quería colocar las bicicletas de sus hijos, un tipo de bigotito y mohines de peluquero fino, de esos que se dan en llamar estilistas. Antes de ver los discos ya estaba poniéndoles peros. Que si esos no se vendían, que si de por sí no valían nada. Entonces, se congeló. “¿Este autógrafo es de doña Lupita Panteras?”. Nos miramos todos, porque no teníamos idea de a quién se refería. Pero sí. Nuestro jefe confesó, con cierta reticencia, que aquel disco que el tasador tenía en las manos estaba firmado por la cantante, que era vieja conocida de su familia. Al tipo le cambió la expresión. “Igual por este podemos hablar”.

Total: resultó que Lupita Panteras era su ídolo y por ello, en voz baja, ofreció una cantidad nada despreciable por comprar el disco. Tras una rápida negociación, salimos de allí con más dinero del que pensábamos. El resto de los cd nos fueron entregados en canje por lo que faltaba de dinero (el criterio de mi amigo era tan amplio que oía lo mismo a Lupita Panteras que a Pink Floyd y Black Flag).

La otra memoria es más cruel. Otro amigo, también apurado de dinero, decidió llevar su estéreo a tasar. Lo acompañé. “Es buenísimo, me lo trajo mi papá de Japón, repetía por el camino. Pero no. Resultó que aquel aparato, que durante años había presumido como maravilloso, era una imitación barata (y nacional) y su padre le había mentido como un bellaco. “Te doy 10 pesos”, le dijo el valuador, con cara de perdonavidas. “Eso no vale ni la vuelta”, gruñó mi amigo. Salimos de allí.

Me temo que nunca pude ver de nuevo a su padre sin pensarlo un poquito estafador. 

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