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Los riesgos de ser invisible
Ya sea por cotidianidad o extrañeza, hay personas en las que nadie repara
GUADALAJARA, JALISCO (30/NOV/2014).- Hay un relato policial del entrañable GK Chesterton en el cual el culpable de un asesinato resulta ser un inesperado cartero. Creo recordar que el texto en cuestión se titula “El hombre invisible” y la invisibilidad se refiere al hecho de que, de tantas vueltas como daba el dichoso tipo a una zona, nadie reparaba en él como elemento extraño y sospechoso y no era, por tanto, tomado en cuenta en las declaraciones a la policía. Chesterton ponía en relevancia un hecho común: en cada barrio, casa y oficina termina circulando una determinada cantidad de personas que califican para “invisibles”. A veces somos nosotros desempeñando algún trabajo, a veces son otros haciendo lo propio. Aunque en mi experiencia particular, y lamento llevarle la contraria con ello a un escritor tan admirado, quienes tienen que cuidarse son por lo general los visitantes y no al revés.
Permítanme recurrir a dos anécdotas que lo ilustran. Una: mi perra decidió que el repartidor que nos vende los garrafones del agua es agente de una potencia enemiga. Detecta su presencia a una cuadra de distancia y la celebra crispándose y gruñendo. Ahora solemos encerrarla en un patio mientras los garrafones son colocados en su lugar, pero esa medida preventiva fue el resultado de varios incidentes, en los que la perra se apostaba en mitad de un pasillo pelando los dientes y pegando unos alaridos de lobo ante el repartidor que, azorado, no sabía si salir corriendo o esperar nuestra intervención.
Alguno dirá: “No hagas confianza, que los animalitos hacen lo que hacen por algo” y creerá que los poderes perceptivos de mi perra son tan vastos que le alcanzan para adivinar las intenciones aviesas del repartidor. Nada de eso. Con “repartidor” me refiero a un puesto que ha sido desempeñado por al menos quince personas diferentes, hombres todos, pero de edades y procedencias inasimilables. No es posible que todos ellos hayan sido criminales camuflados. No: en realidad parece ser que el culpable es el camión de la empresa de agua, que en vez de gasolina emplea gas y produce un olor que pone frenético al animal. Al menos eso nos dice el veterinario.
Otra: durante un tiempo trabajé en el último piso de un edificio de oficinas. Tenía por entonces quince primaveras y aquel era mi primer empleo. La pequeñísima empresa en donde laboraba no iba a cerrar durante jueves y viernes santo, así que el resto del edificio se quedó desierto y silencioso. Yo me tardé en acomodar unas cajas a la hora en que mis compañeros dejaron el lugar y cuando bajé la puerta principal ya estaba cerrada. El conserje no respondió mis llamados rabiosos a su puerta porque le urgía llegar a una misa y se había largado también. Y allí me quedé. Quiso la fortuna que frente a la puerta de vidrio del edificio pasara entonces la administradora. Ella tenía llave y podía liberarme. Le hice señas desesperadas que respondió con un saludo distraído, como la reina de Inglaterra ante sus súbditos. Se fue. Tuve que esperar dos horas sentado en las escaleras a que el piadoso conserje regresara, una vez terminada la misa y devoradas unas empanaditas.
Cuando mi jefe se quejó con la administradora, el lunes siguiente, la mujer se comportó con una arrogancia digna de María Antonieta de Francia: “Pues dígale al muchacho que no tenía idea de que estaba sin llave y ni modo. Ni su nombre me sé”. Era, claro, el tipo de persona que hubiera dejado ahogarse a cualquiera que no fuera el rey de España o un actor de telenovela.
Ese es uno de los horrores de ser “invisible”.
Permítanme recurrir a dos anécdotas que lo ilustran. Una: mi perra decidió que el repartidor que nos vende los garrafones del agua es agente de una potencia enemiga. Detecta su presencia a una cuadra de distancia y la celebra crispándose y gruñendo. Ahora solemos encerrarla en un patio mientras los garrafones son colocados en su lugar, pero esa medida preventiva fue el resultado de varios incidentes, en los que la perra se apostaba en mitad de un pasillo pelando los dientes y pegando unos alaridos de lobo ante el repartidor que, azorado, no sabía si salir corriendo o esperar nuestra intervención.
Alguno dirá: “No hagas confianza, que los animalitos hacen lo que hacen por algo” y creerá que los poderes perceptivos de mi perra son tan vastos que le alcanzan para adivinar las intenciones aviesas del repartidor. Nada de eso. Con “repartidor” me refiero a un puesto que ha sido desempeñado por al menos quince personas diferentes, hombres todos, pero de edades y procedencias inasimilables. No es posible que todos ellos hayan sido criminales camuflados. No: en realidad parece ser que el culpable es el camión de la empresa de agua, que en vez de gasolina emplea gas y produce un olor que pone frenético al animal. Al menos eso nos dice el veterinario.
Otra: durante un tiempo trabajé en el último piso de un edificio de oficinas. Tenía por entonces quince primaveras y aquel era mi primer empleo. La pequeñísima empresa en donde laboraba no iba a cerrar durante jueves y viernes santo, así que el resto del edificio se quedó desierto y silencioso. Yo me tardé en acomodar unas cajas a la hora en que mis compañeros dejaron el lugar y cuando bajé la puerta principal ya estaba cerrada. El conserje no respondió mis llamados rabiosos a su puerta porque le urgía llegar a una misa y se había largado también. Y allí me quedé. Quiso la fortuna que frente a la puerta de vidrio del edificio pasara entonces la administradora. Ella tenía llave y podía liberarme. Le hice señas desesperadas que respondió con un saludo distraído, como la reina de Inglaterra ante sus súbditos. Se fue. Tuve que esperar dos horas sentado en las escaleras a que el piadoso conserje regresara, una vez terminada la misa y devoradas unas empanaditas.
Cuando mi jefe se quejó con la administradora, el lunes siguiente, la mujer se comportó con una arrogancia digna de María Antonieta de Francia: “Pues dígale al muchacho que no tenía idea de que estaba sin llave y ni modo. Ni su nombre me sé”. Era, claro, el tipo de persona que hubiera dejado ahogarse a cualquiera que no fuera el rey de España o un actor de telenovela.
Ese es uno de los horrores de ser “invisible”.