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Los Melifluos y el perro asesino

La escena se repitió un par de veces, parecían estar frente al mismo diablo: él se aproxima a su hija, la alerta del peligro, en tanto el rostro la madre evidenciaba un cataclismo

GUADALAJARA, JALISCO (21/OCT/2012).- Cuando saco a pasear al parque a mis dos perritas (ante cualquier posible reclamo, de una vez aclaro: diario llevo un notario que certifica que levanto las heces de mis mascotas, las embolso y las tiro a la basura. Si no hay un bote especial para residuos sanitarios en el parque tampoco es mi culpa), muy frecuentemente me topo con una familia a la que, para los efectos de esta crónica, llamaré Los Melifluos.

Pues bien, la primera ocasión que vi a Los Melifluos me llamó la atención su actitud: los vi cómo —a lo lejos— me observaban con cara de susto, como si yo fuera “El Chapo” Guzmán y estuviera además fumando mota. Cada paso que yo daba hacia a donde estaban, ellos lo recorrían hacia el lado contrario. No fue difícil darme cuenta que, dijéramos, me estaban sacando la vuelta.

Los Melifluos son tres: dos señores cincuentones —hombre y mujer— y la niña, que debe tener unos 15 años, más o menos. Y su comportamiento es diario el mismo: llegan al parque en un auto compacto del siglo pasado, que maneja el que supongo es el padre, junto a él viene la que creo es la madre y la chiquilla viaja en el asiento trasero junto al perro. Muchas veces llegan, se estacionan y ahí se quedan bastante tiempo hasta que ven que en el parque no hay ya gente paseando perros. Me he quedado algunas veces más tiempo del que tenía pensado, sólo para ver si terminan desesperándose y yéndose, pero no: ya que me dirijo a casa y volteo a ver hacia el parque, observo cómo bajan entonces del carro a pasear a su perro.

En una ocasión que pasé por el parque y no llevaba a mis perritas, los vi en una esquina y decidí acercarme, a ver cómo reaccionaban: ni siquiera advirtieron mi presencia. Vi cómo la niña llevaba a su perro con la correa puesta y unos metros atrás iban sus padres, como si fueran sus guaruras. Por la otra esquina del parque apareció de repente una señora caminando junto a su perro muy quitada de la pena y fui testigo entonces de cómo Los Melifluos se alteraban, como si el mismísimo Diablo se hubiera aparecido: el señor se aproximó hacia su hija, alertándola ante un peligro desconocido, la señora puso cara de “se va a acabar el mundo” y la niña agarró al perro, lo cargó y lo puso entre sus brazos contra su pecho, esperando que se desencadenara el cataclismo.

Pero nada sucedió, sólo la dramatización que Los Melifluos llevaron a cabo frente a mis ojos.

Luego de este episodio fue evidente que el miedo de Los Melifluos era hacia otros perros. Lo curioso es que ni mis perritas, ni el perro que paseaba junto a la señora en aquella ocasión, son Dóberman o Rottweiler o cosa parecida: nada de eso, se trata de canes pequeñines, a los que con un soplido puede uno controlar. Ni el suyo: es pequeño, peludo y ni ladra. ¿Y entonces?

Unos días después, llego con mis perritas y veo que Los Melifluos están en el parque. Yo finjo demencia y me aproximo hacia a donde están. Y comienza el notabilísimo hervidero de nervios: el padre que alerta a la hija, la madre que pone cara de circunstancia, la tensión que puede sentirse en todo el parque; Los Melifluos quieren detenerme, llamar a Protección Civil, bajar a todos los santos del calendario. Yo, ya que estoy a unos metros, les quito la correa a mis chuchas para que anden libres. Y entonces la más pequeña integrante de Los Melifluos levanta a su perro y con él en los brazos se me aproxima. Yo la veo venir: su cara está compungida, lágrima de Remi a punto de correr por su mejilla, casi se me hinca.

—“Señor, ¿podría por favor ponerle la correa a sus perros?”

Quiero responderle muy a lo Fox que yo por qué, pero su drama me logra llegar al corazón; además, sus padres se han aproximado y parece que también ellos han acudido a las mismas clases actorales de drama, porque la expresión de su cara es similar: como si alguien hubiera muerto o estuviera a punto de. La observo sin decir palabra alguna y antes de preguntar, me dice:

—“Es por el bien de sus perros: es que mi perro es sumamente agresivo, el otro día se le fue al cuello a un perrito que pasaba y ¡casi lo mata! ¡Por favor, señor, por favor”!

Hubiera querido decirles muchas cosas, pero confieso que no pude. Cuando les puse las correas a mis chuchas ellos pararon de sufrir, respiraron, se abrazaron y parecieron ser más felices. El señor inclinaba su cabeza en clara señal de agradecimiento. La niña bajó de sus brazos al perro asesino que se le va al cuello a perritos inocentes que pasean en el parque. El de Los Melifluos andaba suelto, las mías con sus correas.

No sé si la historia fue cierta o no, pero ahora, si me los encuentro, soy yo el que les saca la vuelta. O me voy a otro parque.

david.izazaga@gmail.com

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