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Los Fabulosos Ocho
Al llegar a cierta edad, todo tapatío ha escuchado algo así como mil horas de mariachi
GUADALAJARA, JALISCO (15/MAY/2016).- Al llegar a cierta edad, todo tapatío ha escuchado, por voluntad propia o a fuerzas, algo así como mil horas de interpretación de mariachi en vivo. Puedo decir que al respecto de la música tradicional del Estado me considero en posición neutral: no me entusiasman los mariachis (ya pasé bastantes veces por la “prueba” de escucharlos en el extranjero mientras bebía alcohol y no me emocioné ni me puse a llorar en honor a los “Colomitos lejanos”) pero tampoco los abomino. Me parece que un mariachi que suene a veinticinco metros de donde se consume un almuerzo campestre puede ser agradable en ocasiones. A la vez, considero que una serenata desaforada, plena de trompetazos y tololoches y ejecutada bajo la ventana de la vecina en martes a las tres de la mañana es un tormento.
Digo esto como antecedente porque el pasado domingo unos vecinos a la vuelta de la casa decidieron agasajar a su madrecita (por adelantado, porque es de suponerse que pensaban dedicarle el mero Día de la Madre a sus respectivas suegras) con un mariachi. Eran las cinco de la tarde cuando, al pasear a mi perro, topé de frente con un apretado grupo de ocho tipos, con sombreros de ala ancha, que bajaban de una oxidada “Combi”. Lo de “apretado grupo” no es metáfora: sus trajes brillantes y jaspeados y con botonadura plateada les quedaban a los músicos más o menos como los leotardos a las gimnastas, con la diferencia de que las gimnastas suelen estar en forma y los mariachis embutidos no, y en esos trajes parecían más bien una tira de longanizas. Eran tipos muy educados. Me dijeron “buenas tardes” y uno hasta inclinó el sombrerazo.
Unos minutos después escuché, a la distancia, el arranque atronador de su actuación. De entrada, experimenté esa sensación de reconocer algo largamente olvidado que me provocan todos los que tocan canciones folclóricas en las que no he pensado durante años. Pero algo saltó. Algo discordaba. Aquello que entonaban me sonaba conocido, sí, pero no en ese arreglo ni con esos instrumentos. No, no era “El son de la Negra” ni “La culebra” ni “Las olas”. Tardé un par de minutos en darme cuenta de que los mariachis estaban interpretando “Get Back”. Sí, la de Los Beatles.
Mi primera reacción fue la incredulidad. Luego, la zozobra. Quise acordarme de algún amigo relatándome sus aventuras con un conjunto de mariachis beatlescos y no pude evocar nada. ¿Había oído antes de ellos? ¿Lo leí en una columna de Villoro? ¿Alguien los inventó a manera de chiste y mi oído poco avispado estaba acomodando la realidad a la broma? Como para disolver mis dudas, la siguiente canción fue “Yesterday”. Y, antes de que pudiera tomar aire (el perro, ajeno a mi zozobra, se dedicaba a mascar zacate en una jardinera y no se alejaba ni un pasito), sobrevino la puntilla: “Obladí, Obladá”. Era el colmo.
Como si fuera obra del karma, una hora después, mientras caminaba en busca de una bolsa de hielos, descubrí que el octagonal mariachi estaba dando otra tocata en una casa de las cercanías.
Los contratantes debieron ser más exigentes con el repertorio porque tardé en reconocer la pieza que interpretaban y que resultó ser, creo, “Helter Skelter” (acá es donde confieso que mi relación con Los Beatles es más o menos como la que me une con el mariachi: ni fu ni fa).
Guy Debord llegó a profetizar que la concepción de la vida como un espectáculo acabaría por fusionar todas las tradiciones nacionales y que el futuro estaría lleno de mixturas al gusto del consumidor. Pues ya sucedió. Al menos en mi barrio.
Digo esto como antecedente porque el pasado domingo unos vecinos a la vuelta de la casa decidieron agasajar a su madrecita (por adelantado, porque es de suponerse que pensaban dedicarle el mero Día de la Madre a sus respectivas suegras) con un mariachi. Eran las cinco de la tarde cuando, al pasear a mi perro, topé de frente con un apretado grupo de ocho tipos, con sombreros de ala ancha, que bajaban de una oxidada “Combi”. Lo de “apretado grupo” no es metáfora: sus trajes brillantes y jaspeados y con botonadura plateada les quedaban a los músicos más o menos como los leotardos a las gimnastas, con la diferencia de que las gimnastas suelen estar en forma y los mariachis embutidos no, y en esos trajes parecían más bien una tira de longanizas. Eran tipos muy educados. Me dijeron “buenas tardes” y uno hasta inclinó el sombrerazo.
Unos minutos después escuché, a la distancia, el arranque atronador de su actuación. De entrada, experimenté esa sensación de reconocer algo largamente olvidado que me provocan todos los que tocan canciones folclóricas en las que no he pensado durante años. Pero algo saltó. Algo discordaba. Aquello que entonaban me sonaba conocido, sí, pero no en ese arreglo ni con esos instrumentos. No, no era “El son de la Negra” ni “La culebra” ni “Las olas”. Tardé un par de minutos en darme cuenta de que los mariachis estaban interpretando “Get Back”. Sí, la de Los Beatles.
Mi primera reacción fue la incredulidad. Luego, la zozobra. Quise acordarme de algún amigo relatándome sus aventuras con un conjunto de mariachis beatlescos y no pude evocar nada. ¿Había oído antes de ellos? ¿Lo leí en una columna de Villoro? ¿Alguien los inventó a manera de chiste y mi oído poco avispado estaba acomodando la realidad a la broma? Como para disolver mis dudas, la siguiente canción fue “Yesterday”. Y, antes de que pudiera tomar aire (el perro, ajeno a mi zozobra, se dedicaba a mascar zacate en una jardinera y no se alejaba ni un pasito), sobrevino la puntilla: “Obladí, Obladá”. Era el colmo.
Como si fuera obra del karma, una hora después, mientras caminaba en busca de una bolsa de hielos, descubrí que el octagonal mariachi estaba dando otra tocata en una casa de las cercanías.
Los contratantes debieron ser más exigentes con el repertorio porque tardé en reconocer la pieza que interpretaban y que resultó ser, creo, “Helter Skelter” (acá es donde confieso que mi relación con Los Beatles es más o menos como la que me une con el mariachi: ni fu ni fa).
Guy Debord llegó a profetizar que la concepción de la vida como un espectáculo acabaría por fusionar todas las tradiciones nacionales y que el futuro estaría lleno de mixturas al gusto del consumidor. Pues ya sucedió. Al menos en mi barrio.