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Living la torta loca
Nadie se ha comido tres una misma tarde. Son del tamaño de un ladrillo y sisean en la plancha. Son las tortas de San Juan de Dios
GUADALAJARA, JALISCO (18/NOV/2012).- Es una torta aunque no lo parezca. Es una torta ruda, sanjuanera y rinconera. Es una torta que te tumbará luego de varios mordiscos. Es una torta que no es cubana pero te hace una revolución en el estómago. Es una torta caliente de lomo con una cama de lechuga encima y una rodaja de jitomate. Es una torta que sisea en la plancha caliente cuando se le resbalan las pinceladas de mayonesa y mostaza. Es una torta que aunque la agarres con todos los dedos y la recibas por una de las puntas se te untará en los cachetes y quedarás con una sonrisa grasosa de guasón.
Es una torta del tamaño de un ladrillo, nutrida, joven. Es una torta cuyo toque especial es un “molito” hecho a base de chile ancho, mirasol y chilacate. Es una torta que necesita ser empujada con el auxilio de dos refrescos. Es una torta que nunca ha estado al mismo tiempo tres veces en el estómago de un comensal. Y de estarlo, dice el vendedor que el comensal estaría muerto o loco y ya no necesitaría pagársela. Es una torta casquivana. Es una torta emperadora. Una señora torta. Es una torta loca y caliente de esas que venden en la planta baja del mercado de San Juan de Dios.
Para llegar al local 1182-Bis, mejor conocido con el nombre de las “Super Tortas Lokas y Kalientes”, debes adentrarte en el Mercado Libertad y dirigirte hacia el patio en donde venden pájaros y preguntar por el puesto de las “megatortas”. Con la voz ahogada por los trinos que se entreveran unos con otros, el pajarero te corrige: “Son tortas locas, amigo, por allá”, y apunta con el dedo hacia uno de los pasillos enfilado por agolpados puestos de almendras y cacahuates. Dejas atrás tableros de ajedrez de madera y dulces típicos. Hueles la cajeta y las nueces garapiñadas; las palanquetas y los dulces de leche. Salivas de antojo. Te envuelve el barullo. En una de las esquinas ves a un señor macizo y moreno de bigote, semicano, vestido con una camisa oscura, gorra del mismo color y un mandil rojo con el escudo del Atlas. “Pásele, amigo, ¿quiere una para los dos? Se la puedo servir en dos platos. Siéntese”.
Obedece. Ya llegaste.
Con 58 años de edad, Salvador Saenz te dice que tiene 42 años vendiendo en el mercado San Juan de Dios, desde que era joven y guapo: “Ahora ya nada más estoy guapo”. Mientras te cuenta la historia que comienza con su hermana y él vendiendo tacos, hamburguesas, lonches… hace una pausa para quejarse de que todos los mercados de los barrios adoptan el nombre del templo: “¿Sabes cómo se llama el mercado de Santa Tere? ¡No te quiebres la cabeza… se llama…!”
Chava, como lo llaman los clientes que trajinan por el estrecho pasillo al pie de su pequeño puesto, uno de los más longevos —te dice—, manipula carne, verdura, teleras, mayonesa y mostaza con la ayuda de una espátula de metal sin perder de vista a la gente que pasa. Tú vuelves a salivar. Una y otra vez.
“Si te gustan, recomiéndame con tus amigos; y si no, pues con tus enemigos”, insiste Chava mientras parte la torta a la mitad con la espátula y la pone en la barra de aluminio en la que estás acodado. “Con la primera mordida sabes. Todavía no ha pasado que alguien la muerda y la deje”, agrega y mira cómo te zampas la torta hundiendo toda la boca y luego te limpias los dedos embarrados de grasa con una servilleta que no durará mucho. “Están buenas”, respondes y luego juntas los pedacitos de lomo que se desprenden de la torta y rebañas la mayonesa del plato con un pedazo de telera. Tomas una zanahoria y varias rajas de chile jalapeño y das un trago largo al refresco.
El sazón y la tiendita
Salvador te dice que en los ochenta y los noventa las tortas eran más chicas. Por eso cuando se sientan dos jóvenes hambrientos y le piden una torta de 30 pesos él les responde que esas ya se acabaron, que ahora son de 38 pesos. Las de 30 eran en otros tiempos. Ellos se miran y sopesan el precio. Asienten. Salvador pasa una cuchara con “molito” que deja caer sobre las tapas de las tortas, dándoles una consistencia crujiente. Les da otra mano de mayonesa que cae sobre la lechuga y luego se limpia las manos con un trapo. Acomoda las tortas en una fila y el olor se desprende. Voltea hacia una familia: “¿Qué le vamos a dar?”
A la una de la tarde, en los alrededores del puesto de Salvador hay más locales de tortas abiertos, pero ninguno como el que él encabeza. Al que te mandan los locatarios es este, del que te hablan tus amigos y te pidieron que por favor te comieras una, “porque son monstruosas”. Pero no es el único puesto de tortas y Salvador se queja: hay competencia con apenas un año en el negocio y otros que ya van para 20 años. “Pero no es lo mismo, puedes ir a la tienda a comprar los ingredientes pero no el sazón, ese ya se trae. Ese no se puede adquirir en ningún lado”. Tú apenas vas a la mitad de la cruzada por la torta y pides otro refresco.
Mientras apoya las manos en el recipiente de metal que contiene la carne, Salvador te cuenta la historia por la que nació la leyenda de que quien se come tres tortas no paga. Era un hombre que llegó en la tarde al puesto. “Morenito, delgadito, chaparrito, como un soldado o un policía”. “¿Me das una torta y un refresco?”, dice Salvador que le dijo el hombre. A los 40 minutos —lo que se tardó en comérsela—: “Me das otra y un refresco”, Salvador cuenta que se sorprendió y volteó a verlo. A los siguientes 40 minutos, escuchó: “Otra, por favor, y otro refresco”. Miró al suelo y pensó: “Pss, las está tirando o qué”.
Sirvió la tercera torta y el hombre sólo pudo con la mitad. Dejó el resto con el pretexto de que su mujer le había llamado para avisarle que había hecho de comer en casa. Se fue caminando lento, parpadeando y eructando por la pesadez.
Cuenta Salvador que nunca volvió.
Sólo uno de los dos jóvenes que se sentaron a un lado de ti se termina la torta y da el último trago a una coca de botella. Felicita a Salvador por el tamaño de las tortas. El otro se levanta de la banca de aluminio con dificultad. No se terminó la torta. Saca un billete y paga a uno de los dos empleados. Luego se da sendos golpes en la barriga hinchada y le dice: “La neta están bien cuajados, don, qué chidos lonches”.
Mientras ve cómo batallas con tu torta, Salvador te dice que en su trabajo, agradecimientos como esos son su única recompensa.
Tú le das una última mordida a la torta. No piensas volver a comer en lo que resta del día.
PARA SABER
Las otras
Tortas ahogadas
Cuenta la leyenda que las tortas ahogadas, reconocidas como platillo típico de Guadalajara, nacieron en un puesto de carnitas del antiguo mercado de Mexicaltzingo cuando le pusieron la pedacera sobrante a un birote con salsa.
Tortas del Santuario
Se dice que no se inventaron en el barrio El Santuario del centro tapatío, sino en los portales. Los embutidos originalmente eran preparados por los propios dueños de los locales. Estrictamente no es una torta, pues no tiene tapa.
Es una torta del tamaño de un ladrillo, nutrida, joven. Es una torta cuyo toque especial es un “molito” hecho a base de chile ancho, mirasol y chilacate. Es una torta que necesita ser empujada con el auxilio de dos refrescos. Es una torta que nunca ha estado al mismo tiempo tres veces en el estómago de un comensal. Y de estarlo, dice el vendedor que el comensal estaría muerto o loco y ya no necesitaría pagársela. Es una torta casquivana. Es una torta emperadora. Una señora torta. Es una torta loca y caliente de esas que venden en la planta baja del mercado de San Juan de Dios.
Para llegar al local 1182-Bis, mejor conocido con el nombre de las “Super Tortas Lokas y Kalientes”, debes adentrarte en el Mercado Libertad y dirigirte hacia el patio en donde venden pájaros y preguntar por el puesto de las “megatortas”. Con la voz ahogada por los trinos que se entreveran unos con otros, el pajarero te corrige: “Son tortas locas, amigo, por allá”, y apunta con el dedo hacia uno de los pasillos enfilado por agolpados puestos de almendras y cacahuates. Dejas atrás tableros de ajedrez de madera y dulces típicos. Hueles la cajeta y las nueces garapiñadas; las palanquetas y los dulces de leche. Salivas de antojo. Te envuelve el barullo. En una de las esquinas ves a un señor macizo y moreno de bigote, semicano, vestido con una camisa oscura, gorra del mismo color y un mandil rojo con el escudo del Atlas. “Pásele, amigo, ¿quiere una para los dos? Se la puedo servir en dos platos. Siéntese”.
Obedece. Ya llegaste.
Con 58 años de edad, Salvador Saenz te dice que tiene 42 años vendiendo en el mercado San Juan de Dios, desde que era joven y guapo: “Ahora ya nada más estoy guapo”. Mientras te cuenta la historia que comienza con su hermana y él vendiendo tacos, hamburguesas, lonches… hace una pausa para quejarse de que todos los mercados de los barrios adoptan el nombre del templo: “¿Sabes cómo se llama el mercado de Santa Tere? ¡No te quiebres la cabeza… se llama…!”
Chava, como lo llaman los clientes que trajinan por el estrecho pasillo al pie de su pequeño puesto, uno de los más longevos —te dice—, manipula carne, verdura, teleras, mayonesa y mostaza con la ayuda de una espátula de metal sin perder de vista a la gente que pasa. Tú vuelves a salivar. Una y otra vez.
“Si te gustan, recomiéndame con tus amigos; y si no, pues con tus enemigos”, insiste Chava mientras parte la torta a la mitad con la espátula y la pone en la barra de aluminio en la que estás acodado. “Con la primera mordida sabes. Todavía no ha pasado que alguien la muerda y la deje”, agrega y mira cómo te zampas la torta hundiendo toda la boca y luego te limpias los dedos embarrados de grasa con una servilleta que no durará mucho. “Están buenas”, respondes y luego juntas los pedacitos de lomo que se desprenden de la torta y rebañas la mayonesa del plato con un pedazo de telera. Tomas una zanahoria y varias rajas de chile jalapeño y das un trago largo al refresco.
El sazón y la tiendita
Salvador te dice que en los ochenta y los noventa las tortas eran más chicas. Por eso cuando se sientan dos jóvenes hambrientos y le piden una torta de 30 pesos él les responde que esas ya se acabaron, que ahora son de 38 pesos. Las de 30 eran en otros tiempos. Ellos se miran y sopesan el precio. Asienten. Salvador pasa una cuchara con “molito” que deja caer sobre las tapas de las tortas, dándoles una consistencia crujiente. Les da otra mano de mayonesa que cae sobre la lechuga y luego se limpia las manos con un trapo. Acomoda las tortas en una fila y el olor se desprende. Voltea hacia una familia: “¿Qué le vamos a dar?”
A la una de la tarde, en los alrededores del puesto de Salvador hay más locales de tortas abiertos, pero ninguno como el que él encabeza. Al que te mandan los locatarios es este, del que te hablan tus amigos y te pidieron que por favor te comieras una, “porque son monstruosas”. Pero no es el único puesto de tortas y Salvador se queja: hay competencia con apenas un año en el negocio y otros que ya van para 20 años. “Pero no es lo mismo, puedes ir a la tienda a comprar los ingredientes pero no el sazón, ese ya se trae. Ese no se puede adquirir en ningún lado”. Tú apenas vas a la mitad de la cruzada por la torta y pides otro refresco.
Mientras apoya las manos en el recipiente de metal que contiene la carne, Salvador te cuenta la historia por la que nació la leyenda de que quien se come tres tortas no paga. Era un hombre que llegó en la tarde al puesto. “Morenito, delgadito, chaparrito, como un soldado o un policía”. “¿Me das una torta y un refresco?”, dice Salvador que le dijo el hombre. A los 40 minutos —lo que se tardó en comérsela—: “Me das otra y un refresco”, Salvador cuenta que se sorprendió y volteó a verlo. A los siguientes 40 minutos, escuchó: “Otra, por favor, y otro refresco”. Miró al suelo y pensó: “Pss, las está tirando o qué”.
Sirvió la tercera torta y el hombre sólo pudo con la mitad. Dejó el resto con el pretexto de que su mujer le había llamado para avisarle que había hecho de comer en casa. Se fue caminando lento, parpadeando y eructando por la pesadez.
Cuenta Salvador que nunca volvió.
Sólo uno de los dos jóvenes que se sentaron a un lado de ti se termina la torta y da el último trago a una coca de botella. Felicita a Salvador por el tamaño de las tortas. El otro se levanta de la banca de aluminio con dificultad. No se terminó la torta. Saca un billete y paga a uno de los dos empleados. Luego se da sendos golpes en la barriga hinchada y le dice: “La neta están bien cuajados, don, qué chidos lonches”.
Mientras ve cómo batallas con tu torta, Salvador te dice que en su trabajo, agradecimientos como esos son su única recompensa.
Tú le das una última mordida a la torta. No piensas volver a comer en lo que resta del día.
PARA SABER
Las otras
Tortas ahogadas
Cuenta la leyenda que las tortas ahogadas, reconocidas como platillo típico de Guadalajara, nacieron en un puesto de carnitas del antiguo mercado de Mexicaltzingo cuando le pusieron la pedacera sobrante a un birote con salsa.
Tortas del Santuario
Se dice que no se inventaron en el barrio El Santuario del centro tapatío, sino en los portales. Los embutidos originalmente eran preparados por los propios dueños de los locales. Estrictamente no es una torta, pues no tiene tapa.