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La simulocracia

No engaño a nadie si sostengo que la política siempre tiene algo de simulación, de engaño, de teatralización, de impostura

GUADALAJARA, JALISCO (02/ABR/2017).- Octavio Paz escribió que “la simulación” forma parte de nuestra identidad nacional. Simulación como mentira, como abrigo del intruso, como máscara. El sistema político mexicano tiene su génesis misma en la simulación. Durante décadas se simularon elecciones, división de poderes, reformas, leyes, derechos humanos, transparencia. El viejo régimen se construyó en la simulación perpetua, ésa que servía para decir que México era una democracia o que la justicia era igual para todos. 

La transición a la democracia no pudo desmontar la simulación como eje vertebrador del sistema político mexicano. Su naturaleza provocó que se enraizara en las instituciones un juego perverso de máscaras. Una conjunción entre gatopardismo, que todo cambie para que todo quede igual, y efectismo que nos tiene en un callejón de descrédito de la política y los políticos. Una auténtica simulocracia, cimentada en privilegiar el efecto mediático de una medida por encima de su eficacia, y una tendencia de nuestra clase política a instalarse en el cortoplacismo. 

La simulocracia se auxilia de arreglos burocráticos complejos, pero que son desvirtuados en la práctica. De grandes intenciones que buscan ganar titulares en los periódicos, pero que no tienen ningún efecto en la vida diaria de los ciudadanos. Ejemplos hay muchos, pero hay que destacar algunos recientes. El Sistema Nacional Anticorrupción, ese entramado institucional que se encargará de combatir la corrupción en nuestro país. Toda una construcción complejísima, pero que evade los puntos neurálgicos que le darían eficacia. Fiscal anticorrupción sin autonomía. Declaración 3 de 3 sin máxima publicidad. Al Presidente de la República no se le puede juzgar por actos de corrupción. Conclusión, un bonito ejercicio de simulación. 

O, tomando ejemplos locales, los ejercicios de ratificación de mandato en la Zona Metropolitana de Guadalajara o la alerta de violencia contra las mujeres del Gobierno del Estado. En el primer caso, un proceso de ratificación organizado, comandado, estructurado y calificado por la propia autoridad municipal. No hay contrapesos institucionales y tampoco autonomía del árbitro. El ciudadano puede ratificar o revocación, por supuesto. Pero también los mexicanos podíamos votar en el priato cuando las elecciones las organizaba y regulaba la Secretaría de Gobernación. La credibilidad y la legitimidad de un proceso de participación ciudadana, sea una elección o una ratificación, es la independencia entre los jugadores y el árbitro. Aquí no lo vemos por ningún lado. 

Qué decir de la alerta de violencia contra las mujeres. Más del 40% de las mujeres sufren violencia de género y el Gobierno del Estado decide invertir 25 millones de pesos en la defensa de las mujeres. Y ni siquiera son recursos adicionales, sino simplemente reorganizar el gasto y etiquetar bolsas, ya existentes, a los objetivos decretados por la alerta. Y luego nos preguntamos, ¿Por qué no funciona la alerta? Simple: fue todo producto de una respuesta coyuntural de un Gobierno que intentó salir al paso de las críticas, pero sin la menor intención de atacar el problema de fondo. 

Podemos enumerar casos hasta la saciedad. La simulación es una respuesta de la clase política ante los desafíos del presente, que evita meterse a lo profundo de los problemas políticos. Sucede con los escándalos de corrupción. La personalización de problemas que son sistémicos. ¿Qué pasó con Vega Pámanes? ¿Con descuartizarlo mediáticamente tuvimos? ¿Por qué no hay un planteamiento de reforma estructural al Poder Judicial o sólo era quitarlo a él porque ya no era funcional? ¿O con el auditor? ¿Por qué no hay ninguna investigación abierta por los casos de presunta corrupción de los que se le acusa? O el TAE, ¿todo se reduce a la presunta corrupción del magistrado Alberto Barba? Vega Pámanes, Godoy o Barba deben responder ante los jueces y ante el Congreso, pero lo que nos importan de estos tres íconos de la descomposición institucional no son sus casos aislados, sino ser la punta del iceberg de una trama que posiblemente involucra a la clase política, a los tribunales, a los ayuntamientos y a la iniciativa privada. 

No engaño a nadie si sostengo que la política siempre tiene algo de simulación, de engaño, de teatralización, de impostura. Sin embargo, lo condenable de la simulocracia que domina la agenda pública es el arrodillarse ante lo fugaz, lo pírrico. Nos impide ver más allá de los escándalos, y nos establecemos en la tiranía del instante, del bullicio del momento. Una cosa es disputar la agenda y otra, muy distinta, es simular la agenda. Este país sólo encontrara soluciones cuando condenemos tajantemente la simulocracia que se ha convertido en el signo de nuestros tiempos.

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