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La raíz del pecado: envidia
'La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren'
El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) señala, en el número 2539, que la envidia es “rencor o tristeza por la buena fortuna de alguien, junto con el deseo desordenado de poseerla”. Sobre ella se han dicho muchas cosas, de entre lo que algo de Napoleón es muy ilustrativo: “La envidia es una declaración de inferioridad”, y lo del filósofo Schopenhauer muy descriptivo: “La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren”. Estos pensamientos presentan un atisbo de lo que, desde el punto de vista humano, tiene de negativo la envidia.
Las manifestaciones presentan gran variedad de reacciones humanas en frases o pensamientos como: “Hay que ver el coche nuevo del vecino, ¿de dónde sacará el dinero?”; “No soporto a la nueva secretaria, todo lo tiene a tiempo y bien, lo sabe todo y además viene siempre muy arreglada”; “Me da una rabia ver esa gente tan simpática y sociable, se creen muy agradables, pero no son más que unos idiotas”.
Muchas veces es difícil descubrir a las personas envidiosas, pues comúnmente se esconden detrás de actitudes amables, acogedoras y simpáticas, así como de excesivo respeto o admiración. Por regla general, el envidioso se alegra de los fracasos de los demás y sufre por los éxitos ajenos, de tal manera que puede llegarse a situaciones perniciosas de orden moral, como la calumnia o la difamación, la murmuración y el odio. Una persona envidiosa también será capaz de echar abajo un proyecto de cualquier índole, por el rencor que le produce el no haberlo realizado ella o por representar el éxito de alguien más. A propósito de esto, un profesor universitario decía: “Una vez hechas las cosas cualquier mentecato las destruye”.
Doctrinalmente la envidia tiene un origen diabólico, como leemos en el libro de la Sabiduría (2, 24): “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la sufren los que del diablo son”, y en el libro de los Proverbios (14, 30) encontramos: “La mente tranquila es vida para el cuerpo, pero la envidia corroe hasta los huesos”. Y en la carta de Santiago (3, 16) leemos: “si ustedes dejan que la envidia les amargue el corazón, y hacen las cosas por rivalidad, entonces… están faltando a la verdad”.
Envidia viene del latín invidia, que significa “mirar con malos ojos”, y sus causas son muy variadas, aunque en general pueden resumirse en una disposición egocéntrica del individuo, o en un complejo de inferioridad acentuado. La cuestión es que, como con todos los vicios capitales, todos hemos tenido episodios de envidia en nuestra vida, aunque no se reconozca de manera consciente. En algún momento, todos hemos anhelado lo ajeno, lo que muchas veces suele ser pasajero y servir como estímulo para plantearse y alcanzar objetivos.
La envidia comienza a gestarse en los primeros años de vida, cuando el niño o niña comienza a relacionarse con el medio familiar y social. Si constantemente se le compara con hermanos o hermanas, parientes, vecinos o conocidos, llegará un momento en que se sentirá tan devaluado, que deseará a toda costa ser como otros y/o poseer lo ajeno. La desvaloración ocasiona frustración, sensación de derrota y rechazo hacia uno mismo, lo que va unido a críticas y odio hacia la persona envidiada. De esto se ve que el envidioso es un ser que sufre internamente, por lo que la envidia es un vicio que causa un daño principalmente a quien la siente. Así, es importante que se les enseñe a los niños y niñas desde pequeños, a valorar lo propio, a adquirir seguridad en sí mismos y a luchar por alcanzar metas y objetivos.
En la edad adulta, si tenemos consciencia de sufrir la envidia, podemos comenzar por analizar tranquilamente cuáles son los deseos realizables y trazarse estrategias para lograrlos. Hay que plantearse metas y objetivos viables a corto, mediano y largo plazo, reconociendo que debemos luchar por alcanzarlos y ser mejores día con día. Debemos valorar lo que poseemos, mucho o poco; trazar una imagen positiva de uno mismo y nunca compararse con otras personas, pues finalmente siempre habrá personas mejores o peores que uno mismo. Con voluntad y la gracia de Dios podemos sobreponernos a nuestras debilidades para avanzar por el camino de la santidad. Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara(arroba)up.edu.mx
Las manifestaciones presentan gran variedad de reacciones humanas en frases o pensamientos como: “Hay que ver el coche nuevo del vecino, ¿de dónde sacará el dinero?”; “No soporto a la nueva secretaria, todo lo tiene a tiempo y bien, lo sabe todo y además viene siempre muy arreglada”; “Me da una rabia ver esa gente tan simpática y sociable, se creen muy agradables, pero no son más que unos idiotas”.
Muchas veces es difícil descubrir a las personas envidiosas, pues comúnmente se esconden detrás de actitudes amables, acogedoras y simpáticas, así como de excesivo respeto o admiración. Por regla general, el envidioso se alegra de los fracasos de los demás y sufre por los éxitos ajenos, de tal manera que puede llegarse a situaciones perniciosas de orden moral, como la calumnia o la difamación, la murmuración y el odio. Una persona envidiosa también será capaz de echar abajo un proyecto de cualquier índole, por el rencor que le produce el no haberlo realizado ella o por representar el éxito de alguien más. A propósito de esto, un profesor universitario decía: “Una vez hechas las cosas cualquier mentecato las destruye”.
Doctrinalmente la envidia tiene un origen diabólico, como leemos en el libro de la Sabiduría (2, 24): “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la sufren los que del diablo son”, y en el libro de los Proverbios (14, 30) encontramos: “La mente tranquila es vida para el cuerpo, pero la envidia corroe hasta los huesos”. Y en la carta de Santiago (3, 16) leemos: “si ustedes dejan que la envidia les amargue el corazón, y hacen las cosas por rivalidad, entonces… están faltando a la verdad”.
Envidia viene del latín invidia, que significa “mirar con malos ojos”, y sus causas son muy variadas, aunque en general pueden resumirse en una disposición egocéntrica del individuo, o en un complejo de inferioridad acentuado. La cuestión es que, como con todos los vicios capitales, todos hemos tenido episodios de envidia en nuestra vida, aunque no se reconozca de manera consciente. En algún momento, todos hemos anhelado lo ajeno, lo que muchas veces suele ser pasajero y servir como estímulo para plantearse y alcanzar objetivos.
La envidia comienza a gestarse en los primeros años de vida, cuando el niño o niña comienza a relacionarse con el medio familiar y social. Si constantemente se le compara con hermanos o hermanas, parientes, vecinos o conocidos, llegará un momento en que se sentirá tan devaluado, que deseará a toda costa ser como otros y/o poseer lo ajeno. La desvaloración ocasiona frustración, sensación de derrota y rechazo hacia uno mismo, lo que va unido a críticas y odio hacia la persona envidiada. De esto se ve que el envidioso es un ser que sufre internamente, por lo que la envidia es un vicio que causa un daño principalmente a quien la siente. Así, es importante que se les enseñe a los niños y niñas desde pequeños, a valorar lo propio, a adquirir seguridad en sí mismos y a luchar por alcanzar metas y objetivos.
En la edad adulta, si tenemos consciencia de sufrir la envidia, podemos comenzar por analizar tranquilamente cuáles son los deseos realizables y trazarse estrategias para lograrlos. Hay que plantearse metas y objetivos viables a corto, mediano y largo plazo, reconociendo que debemos luchar por alcanzarlos y ser mejores día con día. Debemos valorar lo que poseemos, mucho o poco; trazar una imagen positiva de uno mismo y nunca compararse con otras personas, pues finalmente siempre habrá personas mejores o peores que uno mismo. Con voluntad y la gracia de Dios podemos sobreponernos a nuestras debilidades para avanzar por el camino de la santidad. Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara(arroba)up.edu.mx