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La canícula

Anoche me puse el ventilador en la cara pero ni así pude dormir

GUADALAJARA, JALISCO (22/MAY/2016).-Las notas sobre el clima que circulan por internet (“2016: el año más caluroso desde que hay registros”, acabo de leer) parecen darles la razón a nuestras más radicales paranoias. Es decir, a las crecientes constataciones empíricas, ganadas a fuerza de sofocos, agobios y sudores, de que cada año el calor empeora y se vuelve un poco más insoportable y que eso es señal del inminente final de los tiempos. Hemos vivido unos días tan “a la parrilla” en la ciudad últimamente que las pesadillas del Apocalipsis por cambio climático, tan traídas y llevadas por un sector mayoritario entre la comunidad científica y por todos los conservacionistas del mundo, se han visto plenamente justificadas. “Anoche me puse el ventilador en la cara pero ni así pude dormir porque nomás se agitaba el aire caliente y salía peor: acabé como pan de hotdog al vapor”. Eso me narra un amigo cuyo rostro se nota agobiado por las ojeras. Una parte fundamental de las conversaciones de la ciudad, por estos días, tienen que ver con el calor: la de las madres que recogen a sus niños afuera de las escuelas y se apresuran a arrimarles a las trompitas una cantimplora con agua o jugo; la del señor de la miscelánea, que dice que le piden refrescos más rápido de lo que puede expenderlos (y sí: tiene una fila que nunca baja de cinco personas); la del vendedor de tejuino con nieve que anda más contento que gallina recién comprada (por citar una frase muy precisa del gran Daniel Sada).

Pero no todo son gemidos y lamentos: también hay, pese a todo, escepticismo. Esto es muy tapatío. Medra entre nosotros una cierta calaña de gente a la que no es posible convencer de nada y que cree, por ejemplo, que los camiones ardiendo de los narcobloqueos fueron alucinaciones colectivas o una argucia de las fuerzas oscuras para distraernos de eventos más importantes pero secretos (la ineluctable “cortina de humo”). Para documentar su negación tajante a aceptar lo que sea, inclusive que el calor ha aumentado y estamos todos cociéndonos en nuestro jugo, estos señores se han leído otra clase de artículos en Internet, esos que tanto le gustan a Donald Trump y en los que se postula que no hay calentamiento global, ya sea porque todo se trata de una mentira urdida por los chairos (sí, todavía queda gente que acusa de planear cosas perversas a grupos hipotéticos así como así, en rama, como si fueran una hermandad del mal) o porque, en realidad, vivimos los albores de una nueva glaciación y la Tierra se prepara recalentándose antes de ponerse en plan de cubito de hielo. ¿Dónde están estos escépticos? Pues en todos lados. Son la vecina de edad avanzada que contradice a los expertos y declara que en su juventud hacía más calor por estas fechas (“Había que untarse alcohol para aguantar”) y nadie se alborotaba. Son buena parte de los taxistas (y esos hermanos perfumados suyos que son los choferes de Uber), cuando se niegan a ponerle al aire acondicionado bajo el argumento de “uy, joven, la semana pasada sí estaba bueno: ahorita qué”. Son ese cuñado o yerno que declara, olímpico, que en Ottawa hacía un frío de miedo la pasada Navidad, un frío que no se le pasó ni siquiera después de echarse al buche media botella de whisky, por lo cual es falso que las temperaturas mundiales estén aumentando.

Cuando la faz de la Tierra sea toda como es hoy el Desierto del Gobi, sólo sobrevivirán las cucarachas y un señor tapatío, en pantuflas, que les asegurará a las dunas y los cactus que no pasa nada, que todo es una cortina de humo.

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