Suplementos
Héroes en harapos
Recolectores. Personajes únicos en la ciudad
GUADALAJARA, JALISCO (26/JUN/2016).- "A esconderse, que ahí viene la basura". Leo, con incredulidad provocada por lo poco que sé de ese tipo de música, que este vetusto chachachá lo compuso en honor a los recolectores del aseo público el cubano Jorge Zamora Montalvo, es decir, “Zamorita”. Sí, el actor. Muchos lo conocimos en alguna película, no menos vieja, bailado por Tintán y Ninón Sevilla. Su letra, que es una serie de ripios propios de un chachachá, me ha dado vueltas por la cabeza durante los últimos cuatro decenios. Aparece cada vez que escucho los cencerros del camión de la recolecta y se queda un rato después de que los señores basureros recogen las bolsas de desperdicios y se pierden en lontananza. Es una canción horripilante y, por tanto, inolvidable.
Este es el momento de confesar que, como a “Zamorita”, ese pesadísimo trabajo de recoger la basura siempre me ha provocado una admiración rayana en la envidia. El respeto que nunca tuve por los policías (los agentes que patrullaban mi barrio, cuando era yo niño, no servían más que para regañar muchachitos) lo reservo para los recolectores. Hace unos años entrevisté a unos, pertenecientes al sistema de aseo zapopano. La nota apareció en este mismo periódico. Eran unos tipos francamente amables, a los que costaba reconocer sin los habituales harapos con los que laboran (“Ni modo que me vista de coctel para recoger basura”, decía el más joven). Uno de ellos era ex alumno de la carrera de filosofía y tomaba su “identidad secreta” con mucho humor (“Diógenes iba igual de sucio y ganaba menos dinero que yo”). El más veterano, que conducía un camión, era todo un psicólogo (“En esta chamba uno ve a la gente sin maquillar, sin trajecitos, como es”). Los caballeros me refirieron historias sobre los diversos “tesoros” encontrados entre los desperdicios (carteras llenas de billetes, teléfonos celulares en perfecto estado, fotografías de sonrojante intimidad, etcétera) y también sobre las atroces condiciones de los tiraderos, públicos y privados, en donde decenas de pepenadores se afanan todos los días por arrebatar del agujero negro del basural sus pobres ganancias (por favor, que el señor que me escribe asegurando que los pepenadores son todos millonarios se abstenga esta vez).
Recuerdo aun a la cuadrilla encargada de la zona en donde vivía durante la infancia, que estaba conformada por un par de gordos descomunales y recios como torres de asalto y por un tipo flaco y nervudo como un caballo. Un día, un vecino bastante siniestro se puso a molestar a unas muchachas en plena adolescencia que jugaban al vóleibol en la calle. Don Chema, el policía más cercano, respondió el teléfono del módulo de vigilancia con su habitual pereza: “Uy, mejor avísenle a los papás”. A regañadientes prometió darse una vuelta (“Orita voy”, dijo, lo que en buen mexicano puede querer decir lo mismo “orita” que “pronto”, “tarde” o “nunca”). En cambio los basureros, que andaban por ahí, se le fueron encima al abusador y lo cercaron. Don Chema llegó a tiempo de que le entregaran al tipo ya ablandado, lloroso y arrepentido.
Recuerdo más incidentes triunfales. Un basurero rescató a mi gato de un árbol (labor que en las caricaturas estadounidenses les está reservada siempre a los bomberos). Otro vio una casa en llamas, escuchó los gritos de una señora atrapada y se saltó una barda para ponerla a salvo. Uno más evitó que un auto atropellara a un bebé, etcétera… No se le puede pedir más a un héroe sin salario, que sobrevive de propinas y “tesoros” desechados.
Y ahora me voy, que ya está sonando el cencerro y hay que sacar la basura antes de que la canción de “Zamorita” ocupe todo el disco duro cerebral.
Este es el momento de confesar que, como a “Zamorita”, ese pesadísimo trabajo de recoger la basura siempre me ha provocado una admiración rayana en la envidia. El respeto que nunca tuve por los policías (los agentes que patrullaban mi barrio, cuando era yo niño, no servían más que para regañar muchachitos) lo reservo para los recolectores. Hace unos años entrevisté a unos, pertenecientes al sistema de aseo zapopano. La nota apareció en este mismo periódico. Eran unos tipos francamente amables, a los que costaba reconocer sin los habituales harapos con los que laboran (“Ni modo que me vista de coctel para recoger basura”, decía el más joven). Uno de ellos era ex alumno de la carrera de filosofía y tomaba su “identidad secreta” con mucho humor (“Diógenes iba igual de sucio y ganaba menos dinero que yo”). El más veterano, que conducía un camión, era todo un psicólogo (“En esta chamba uno ve a la gente sin maquillar, sin trajecitos, como es”). Los caballeros me refirieron historias sobre los diversos “tesoros” encontrados entre los desperdicios (carteras llenas de billetes, teléfonos celulares en perfecto estado, fotografías de sonrojante intimidad, etcétera) y también sobre las atroces condiciones de los tiraderos, públicos y privados, en donde decenas de pepenadores se afanan todos los días por arrebatar del agujero negro del basural sus pobres ganancias (por favor, que el señor que me escribe asegurando que los pepenadores son todos millonarios se abstenga esta vez).
Recuerdo aun a la cuadrilla encargada de la zona en donde vivía durante la infancia, que estaba conformada por un par de gordos descomunales y recios como torres de asalto y por un tipo flaco y nervudo como un caballo. Un día, un vecino bastante siniestro se puso a molestar a unas muchachas en plena adolescencia que jugaban al vóleibol en la calle. Don Chema, el policía más cercano, respondió el teléfono del módulo de vigilancia con su habitual pereza: “Uy, mejor avísenle a los papás”. A regañadientes prometió darse una vuelta (“Orita voy”, dijo, lo que en buen mexicano puede querer decir lo mismo “orita” que “pronto”, “tarde” o “nunca”). En cambio los basureros, que andaban por ahí, se le fueron encima al abusador y lo cercaron. Don Chema llegó a tiempo de que le entregaran al tipo ya ablandado, lloroso y arrepentido.
Recuerdo más incidentes triunfales. Un basurero rescató a mi gato de un árbol (labor que en las caricaturas estadounidenses les está reservada siempre a los bomberos). Otro vio una casa en llamas, escuchó los gritos de una señora atrapada y se saltó una barda para ponerla a salvo. Uno más evitó que un auto atropellara a un bebé, etcétera… No se le puede pedir más a un héroe sin salario, que sobrevive de propinas y “tesoros” desechados.
Y ahora me voy, que ya está sonando el cencerro y hay que sacar la basura antes de que la canción de “Zamorita” ocupe todo el disco duro cerebral.