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Felices los felices, dijo Borges
Un conocido sufrió una sorpresa pavorosa: descubrió a su ex esposa con un nuevo novio
Un caso similar, o al menos comparable, le sucedió a una amiga, profesora de educación básica, que rompió luego de quince años de relación con un novio con quien salía desde la secundaria porque él se negó a dar lo que los gringos llaman “el siguiente paso” y pedirle matrimonio. “No me veo casado, no me veo trayendo niños a este mundo de porquería”, arguyó el sujeto en ese momento. Pasados tres años y dos terapeutas desde el truene, el tipo apareció una mañana en la puerta del jardín de niños donde mi amiga laboraba. No: no quería disculparse. Quería informarle que Josafat, el chamaco güerito y de melena de casquete al que le daba clases, era su hijo, el primogénito de un matrimonio contraído a los cinco meses de la ruptura. “No me imagino mejor maestra que tú para mi nene”, dijo el fulano, sonriendo como un inocente.
Todo esto viene a cuento porque hace unos meses otro amigo, que se dedica a las letras, fue informado de que su ex novia de adolescencia, una chica muy inteligente y linda que lo hizo como trapo y lo dejó de golpe un día (y él acabó en el hospital, en medio de una crisis de nervios), ahora se declaraba en redes sociales su lectora fiel y compraba todos sus libros. Como no hay escritor que no tenga un lado oscuro, mi amigo planeó una venganza más o menos absurda: escribió una novela corta en la que retrataba pasajes de su horrorosa relación de juventud. Todo le salió al revés: el libro se convirtió en el favorito de la chica, quien por si fuera poco le envió un largo correo en el que explicaba cómo se había reído al leerlo junto con su esposo (un próspero empresario danés, con quien vive en una finca en medio del bosque del Norte del Estado de Nueva York).
Me temo que estos tres casos hermanos apuntan a una sola dirección. Se trata de un comportamiento humano característico: el de embarrarle nuestro bienestar a gente a la que tuvimos que quitar de en medio para alcanzarla. No me cabe duda de que el despecho es un mal consejero. Pero seamos sinceros: resulta peor hacerse los inocentes y acuchillar a los pobres despechados con el filo de la felicidad.