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El mil caras

Conocí a Pepe en una de las primeras encarnaciones de su retorcida personalidad

GUADALAJARA, JALISCO (08/MAY/2016).- Conocí a Pepe en una de las primeras encarnaciones de su retorcida personalidad, cuando era un tipo excesivamente bien peinado (con goma) que vestía traje y corbata, se promovía como “joven de porvenir” y rondaba a “notables” para tomarse fotos con ellos y ensoñar que compartía unas migajas de su prosperidad. Como esa táctica le dio resultados más bien modestos, como nadie le tiró un lazo y su cartera se lo recordaba cada mañana, Pepe decidió cambiar. Se volvió, más o menos de improviso, un remedo de artista bohemio, de esos que nuestros antiguos llamaban “malditos”.

Todo le parecía aburrido, predecible, pasajero. Si antes presumía como un canalla de sus conquistas femeninas, ahora comenzó a hacer correr rumores sobre ambigüedad sexual (y se le vio muy acaramelado con un viejito de alcurnia y fama).

Se dejó crecer el cabello y se olvidó del cepillo (y el shampoo). Si había llegado a gastar sus pocos ahorros en sacos y camisas de botones, ahora eligió vestir gabardinas negras y jeans con las rodillas rotas. Pero todo fue inútil: tampoco obtuvo lo que deseaba. La esquiva fama lo eludió una vez más. La fortuna escapó entre carcajadas. Quizá por ello (quiero decir, seguramente por ello), de un tiempo a la fecha nuestro personaje se ha transformado nuevamente. Ahora es una suerte de Pepe Grillo: se ha vuelto la pretendida conciencia de la sociedad.

Denuncia con índice flamígero cada atropello, perversidad o vileza que acontece en la República. Su gesto olvidó ya la sonrisa y se congeló en una mueca perenne de desaprobación, de ira mal contenida. Pepe, ahora, milita en todo lo militable y se afana en dar lecciones a todos los demás, incluidos, claro, los artistas malditos y escépticos y los “muchachos de porvenir” enfundados en sus trajecitos, con el cabello engominado y la avidez brotándoles de cada poro. Tampoco le está yendo demasiado bien en esta nueva faceta. Siempre fue y siempre será, qué quieren, un caso perdido.

Algunos opinan que Pepe es un camaleón pero a mí no me lo parece. Todos conocemos a los camaleones, esos tipos que, como el Zelig de Woody Allen, se mimetizan con su entorno hasta el punto de cambiar de identidad radicalmente.

Sólo que Zelig (y todo el de su calaña) utiliza su condición como método de defensa, lo mismo que los verdaderos camaleones: se enmascara en la multitud, se hace fuerte al hacerse poco visible.
Mientras que los Pepes del mundo no quieren defenderse de nada. Mutan, sí, pero para escalar: social, política o sentimentalmente. Lo mismo da. Son capaces de vestirse de activista, renovador, iluminado o maldito con tal de pegar, de armarla, de hacerla en la vida. Sus convicciones están al servicio de su ambición. Ponen en práctica aquel viejo sarcasmo de Groucho Marx: “Estos son mis principios pero si no le gustan tengo otros”.

¿Qué hacer con estos escapistas en serie? ¿Son todos nefastos? ¿No se sigue halagando al recientemente fallecido David Bowie justamente por darse vuelta, reinventarse, o, incluso y más allá, imitar y saquear a colegas como Lou Reed? Desde luego que es hielo delgado juzgar moralmente a un creador (otro acusado del tipo fue Picasso…). Menos complejo es hacerlo con quien no tiene ni el talento ni la trascendencia de Bowie. Ni hablar: el fracaso suele ser el juez más severo. Y aunque nadie nos garantiza que alguna inimaginable posteridad no rescate a Pepe del abismo y lo exalte, estoy seguro de que a él no le importaría. No: lo que él quiere es ser una estrella aquí y ahora. En vida, hermano, en vida, como decía aquel viejo poemita de Ana María Rabatté.

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