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El día que conocí al 'Tío Gamboín'

Entre caricatura y caricatura pasaban algo más que comerciales. La verdad no recuerdo en qué momento comencé a ver al ''Tío Gamboín''

GUADALAJARA, JALISCO (12/ENE/2014).- Eran los setentas y la mejor manera de entretenerse, después de regresar de la escuela, era saliendo a la calle a jugar. La calle entonces era tan segura como la casa. Sólo veíamos televisión por la tarde, no porque no quisiéramos verla más temprano, sino porque no pasaban caricaturas por la mañana. No había cable, así que la única opción era el canal 5. Don Gato, Ahí viene Cascarrabias, Gasparín, Super Ratón, Los Picapiedra y, contra el maaaaal, La Hormiga Atómica.

Pero entre caricatura y caricatura pasaban algo más que comerciales. La verdad no recuerdo en qué momento comencé a ver al “Tío Gamboín”. Supongo (no se lo he preguntado a mi padre) que encendían la tele para entretener al bebé y al bebé le pareció que aquella especie de abuelito bonachón era su pariente. Quizá le llamaba la atención la colorida vestimenta: el saco rojo lleno de figuras. No había forma de no ponerle atención.

Ya más crecidito, en los principios de la primaria, entendí que ese era “El Tío Gamboín” y que para ser su sobrino no bastaba como con los otros tíos, sino que había que enviar una carta para pedirle que nos anotara en su libretota. Y por supuesto que lo hice. Él aparecía en su segmento, entre caricatura y caricatura, para anunciar los nombres de sus nuevos sobrinos. También felicitaba a los que se portaban bien y hacían la tarea.    

Un día, mientras veía Heidi, a mitad del capítulo apareció “El Tío”, diciendo que a los primeros diez niños que llamaran a equis teléfono, les iba a regalar un “paquete Heidi”, que entre otras cosas contenía una especie de Duvalines, pero de Heidi. La adrenalina recorrió mi cuerpo, no me la pensé dos veces y fui al teléfono a marcar.

Nunca lo había hecho antes y ni siquiera pensé en pedirles permiso a mis padres para eso. Y me contestaron. Y anotaron mi nombre. Y me dijeron que ahorita “el Tío” iba a salir para anunciar a los ganadores y dar las indicaciones.

Creo que nunca había deseado con tanta fuerza que se acabara ya el capítulo de Heidi. Y sí, el “Tío Gamboín” mencionó mi nombre junto con otros y dijo que teníamos que ir a recoger nuestro premio a Televicentro. Yo sentí como si me hubiera sacado ¡un auto! Y creí que la misma felicidad iba a invadir a mi padre cuando se apareció y le conté. Pero no. Dijo que no, que no me llevaría, porque salía más caro el caldo que las albóndigas: que mejor me compraba los dulces que me iban a regalar y ya.

Y entonces vino el drama, cosa para lo que —me dicen— salí muy competente. Lloriqueos y lamentos de los que se enteró toda la cuadra. Hasta que fui a llorarle a una vecina, madre de una amiga (Paola) que era maestra.
Escuchó la historia sobre la crueldad de un padre que no era capaz de consentir a su hijo y me dijo: “Yo te voy a llevar a ver a Don Ramiro Gamboa”. Recuerdo que luego de escuchar eso, pensé: ¿y yo para qué quiero ver a ese señor que ni sé quién es?

Mi drama, una vez más, había dado resultados: mi padre accedió a llevarme. Viajamos hasta la Ciudad de México. Nos dejó en la puerta de Televicentro a mi hermano y a mí y ahí nos esperó. Recuerdo que mientras decía en la entrada el motivo de mi visita, entró Fernando Schwartz, lo voltee a ver y me pareció un ser gigantesco.

Entramos a recoger el regalo y ya íbamos de salida por un pasillo cuando lo vi. Me le fui encima a abrazarlo como si hubiera visto al Papa. ¡Tíooooo! Y él correspondió casi de igual manera. Comenzó a platicar con nosotros hasta que le llamaron. Iba a entrar al aire. Él se nos quedó viendo unos segundos y luego dijo: vengan conmigo. Y entramos a un cuartito chiquito en el que apenas cabía un escritorio. Él nos colocó a uno de cada lado y empezó su segmento. Yo estaba serio, tieso tieso, como si estuviera formado para honores a la bandera y completamente deslumbrado porque una luz fuertísima nos pegaba en toda la cara, como flash eterno.

El “Tío Gamboín” nos presentó ante su audiencia como dos sobrinos que habían ido a visitarlo y nos hizo algunas preguntas que no recuerdo. No creo que hubiesen sido más de cinco minutos, pero a mí se me hicieron eternos. Yo, la verdad, me imaginaba otra cosa: en la tele se veían paisajes detrás de él, según yo “El Tío” vivía en un gran mundo. Pero no, se trataba de sólo un cuarto pequeñito, todo azul.

Después de despedirnos calurosamente, salimos de ahí. Mi padre, afuera, no tenía idea que sus hijos habían salido en cadena nacional por la televisión. Entonces no había teléfonos celulares. Fue hasta en la noche que llegamos a casa que mi madre le dijo que todo mundo había estado llamándole para contarle que nos habían visto en la tele, con “El Tío Gamboín”.

Y al otro día, en la escuela, todos me seguían y no paraban de hacerme preguntas sobre aquella visita. Decenas y decenas de preguntas. Sólo recuerdo una, casi al final del día, que me hizo un desconocido. Se acercó y me dijo: ¿Y hoy vas a ir con el “Tío Gamboín”? Yo, con mis dotes de actor empírico, dejé la mochila en el suelo, voltee a ver el reloj en mi muñeca y le dije: no, ya no alcanzo. Y me fui corriendo a prender la tele.

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