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El derecho a molestarse

Tamara De Anda ha debido padecer una serie de ataques, insultos, burlas y amenazas por denunciar el comentario de un taxista

GUADALAJARA, JALISCO (26/MAR/2017).- La periodista Tamara de Anda lleva varios días sometida a un alud de comentarios de toda clase (con predominio de los agresivos), por haber tenido el valor de denunciar a un taxista que la molestó en plena calle. Para la periodista, se trató de un acoso; para algunos, en los medios, no era para tanto y todo se trata de un piropo: el conductor le gritó “¡Guapa!”. Ella se molestó, anotó las placas y presentó su queja. El taxista recibió una multa y fue retenido durante unas horas en el Torito capitalino, el lugar a donde son conducidos los que manejan y rompen gravemente la ley. Aquellos que van ebrios al volante, por ejemplo. Como ya ha pasado antes (sin ir más lejos, en el caso de la periodista Andrea Noel, a quien un tipo agredió por sorpresa y le bajó los calzones en plena calle), luego de hacer pública su denuncia, De Anda ha debido padecer una serie de ataques, insultos, burlas y amenazas. Y más allá de eso: también ha padecido la irritación de muchos otros, que piensan que su caso está sobredimensionado o exagerado, ya sea porque el “¡Guapa!” no es una de las peores frases que podrían haberle dicho (vaya consuelo) o porque el acoso les parece una falta menor.

Estamos acostumbrados, demasiado acostumbrados, a que la convivencia en nuestras ciudades esté manchada por toda clase de prácticas inaceptables. Soportamos a conductores dementes que se meten en sentido contrario, se saltan las luces rojas, circulan por carriles exclusivos de bicicletas o transporte público. Soportamos a vecinos que ponen la música a todo volumen, arman fiestas estridentes como si a su lado no viviera nadie o juegan arrancones de madrugada en la puerta de sus casas. Soportamos el maltrato de animales, el agua contaminada, el aire hecho un asco, la tala serial de árboles. Nos parece casi inevitable que millones de mujeres (desde niñas de escuela hasta señoras de cabello blanco) sean increpadas, tocadas, ofendidas en las calles y espacios públicos. Aunque en tiempos recientes la inconformidad de las mujeres ha comenzado a hacerse oír con mayor frecuencia, es muy común que las quejas ante estos despropósitos y salvajadas pasen de noche. No falta el que considera que, por andar reclamando, uno es un hipersensible o un sentimental (cuando no un mero quejumbroso porque sí, es decir, lo que los troles de redes llaman un “chairo”). 

¿Cuál es la alternativa que estos agudos críticos plantean, si recurrir a las leyes y reglamentos existentes (como en el caso de Tamara de Anda, quien sencillamente hizo correr su molestia por vías judiciales) les parece exagerado? Las opiniones se dividen. Algunos creen que debemos asistir al deterioro de nuestra vida diaria sin decir ni pío. Otros, por el contrario, se animan a proponer que las leyes que deben regir nuestra sociedad son las de la selva. Es decir: si alguien me quiere ganar el paso con su auto, le aviento el mío y si me grita, le grito peor; si alguien le pega a mi perro, le disparo. Si alguien me ofende en la calle, saco mi sierra eléctrica. Vaya: solamente con poner estos argumentos en letra de molde es fácil convencerse de su error. Son alardes cavernícolas y quienes los defienden son, precisamente, todos esos orates que no están dispuestos a cumplir las normas sensatas de convivencia. Los que piensan que a una mujer que defiende su derecho a no ser molestada hay que amenazarla de muerte. Los que defienden a toda costa su derecho a molestar y lo creen mucho más importante que nuestro derecho a molestarnos con ellos.

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