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De las tinieblas a la luz

La cuaresma, tiempo de conversión

Bella es la luz del día. Larga noche ha bregado el marino, luchando contra el viento y las olas en la terrible oscuridad. ¡Y cómo se alegra cuando el horizonte se pinta con las tenues luces y colores del nuevo día!

Es un alegre anuncio. La aura es mensajera, es heraldo. Cuando allá por los balcones del oriente asoma el astro rey, ya todo es alegría, tiene el rostro nuevo del amanecer. La naturaleza toda  está de fiesta y ostenta sus galas, las de todas las mañanas, sus gracias, sus colores, los trinos de las aves.

Es el milagro de un nuevo día, es el prodigio de la luz.

Pero más bello, infinitamente más luminoso, es el resplandor de la verdad.

El egoísmo, el odio, las injusticias, las opresiones a los menos favorecidos, los engaños, los errores, las múltiples ignorancias, las equivocaciones interesadas, todo eso son tinieblas a los ojos del alma.

Pobres de aquellos muchos que siempre se encuentran envueltos en tales sombras. Y son dichosos quienes buscan, tocan, luchan, piden y un día glorioso --quizá después de días, meses y años de búsqueda-- han encontrado la luz. Sus ojos han contemplado el resplandor de la verdad.

La cuaresma, tiempo de conversión


Conversión es pasar de las tinieblas a la luz. La Iglesia tiene muchos siglos de llamar en este tiempo a los hombres distraídos, ignorantes o engañados, a renovarse, a rejuvenecerse.

Abundan los programas y anuncios en los medios masivos de comunicación, proponiendo medios para parecer más jóvenes. A la Iglesia no le interesan las apariencias y sus programas no son para aparecer, sino para ser, para tener un nuevo corazón, un nuevo espíritu. Hasta enseña el arte de sepultar al hombre viejo para darle paso al hombre nuevo.

Desde la Iglesia primera, la de los doce apóstoles, hasta este siglo materializado y precipitado en el invisible rumbo interior --ese entre Dios y el hombre--, siempre cotidianamente ocurren los milagros de innumerables conversiones. Dios, con su gracia, llama, toca al corazón, y si hay respuesta, hay conversión.

Conversión es un cambio en la dirección de la vida

En toda conversión la iniciativa siempre viene de lo alto. En el salmo 127, en sus dos primeros versículos está el mensaje que destaca que el hombre es nada, si no viene de lo alto el auxilio del Señor. Dice así: “Si el Señor no edifica la casa, en vano se cansan los constructores; si el Señor no vigila la ciudad, es inútil que se desvelen lo que la cuidan”.

Estos dos versículos están escritos con letras de oro en los muros de la catedral tapatía, y en cambio en las cornisas del palacio de gobierno, en idioma latino --como era el uso-- dejaron esculpida la enseñanza: “Dios siempre toca, llama y espera. Hoy, si escuchas su voz, no endurezcas tu corazón”.

Son diversas las estrategias de la sabiduría divina para hacer llegar la voz hasta lo íntimo del ser humano.

Sucedió una vez, y no hace mucho tiempo, algo de esto tan frecuente en estos días: Un matrimonio ya había puesto fecha para ir a firmar el divorcio; pero se les enfermó de gravedad su hija, una niña de casi siete años de edad. Médicos, hospital, delicada y cercana atención recibió la enfermita, cuando les llegó la voz misteriosa de Dios. Sus padres se reencontraron, se perdonaron mutuamente, y con la alegría de tener a su hija recuperada de salud, recuperaron su amor.

Como en esta conversión, en otras circunstancias Dios llega también a las almas.

Conversión es pasar de la enfermedad a la salud

Los israelitas iban en camino entre las arenas del desierto, y tal vez por el cansancio les dio por renegar, murmurar, quejarse. Y vino sobre ellos el castigo: de entre las rocas y las arenas salían serpientes, muchos fueron mordidos y algunos murieron. Angustiados, acudieron a Moisés en pos de un remedio. Moisés, como siempre, se postró ante el Señor y oró, intercediendo por su pueblo. Por inspiración divina, Moisés mandó fundir una serpiente de bronce y la levantó en alto en una gran estaca. Quienes eran mordidos, levantaban sus ojos a mirar esa señal de misericordia y quedaban curados.

Ese remedio que figura en el Antiguo Testamento, es un símbolo. Cristo anunció: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”.

Seis veces anunció el Señor Jesús a sus discípulos que iba a subir a Jerusalén, a ser rechazado por los ancianos y los sacerdotes del templo; que iba a ser sentenciado a muerte y “levantado en alto”.

Cuando sus opositores quisieron matarlo a pedradas, o despeñarlo en un barranco, Jesús pasó tranquilamente entre ellos y nada pudieron hacer contra él, porque no había llegado su hora ni sería esa la forma de entregar su vida por la salvación de todos los pecadores, sino tal como lo habían anunciado los profetas: clavado en una cruz, ...

... “así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre,

para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.

En los primeros días de su vida pública, recibió el Señor la visita de un fariseo importante, por dos motivos: porque era tenido por sabio, y porque traía muy fuerte la inquietud sobre la llegada del Mesías esperado. Vio en Jesús algún o algunos signos y le pidió una cita.

La reunión fue de noche, por miedo a los judíos. Se entabló un profundo diálogo, del que el evangelista da testimonio.

En su primera pregunta el fariseo se tiró a fondo: “¿Qué debo de hacer para salvarme?”. La respuesta, aparentemente desconcertante, fue: “Vuelve a nacer”. El visitante insistió: “Y, ¿cómo puedo volver al seno de mi madre para nacer de nuevo?”.

Cristo le habló de un nuevo nacimiento espiritual: “lo que nace de la carne, carne es; lo que nace del espíritu es espíritu”. Con eso lo tranquilizó. El nuevo nacimiento era y es el bautismo. Allí es sepultado el hombre viejo y allí nace el hombre nuevo.

Y el bautismo, el de Juan, el de Cristo, convierte al hombre mortal en hijo de Dios, llamado desde ese momento para vivir eternamente.

El bautizado será un creyente, será hombre de fe y allí mismo le dijo:... “para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.

“Si estás para esperar, los pies clavados”   

En esta cuaresma, tiempo de conversión, es bueno concluir esta reflexión con un soneto de Lope de Vega:

Pastor, que con tus silbos amorosos

me despertaste del profundo sueño;

tú, que hiciste cayado de ese leño

en que tiendes los brazos amorosos,

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,

pues te confieso por mi amor y dueño,

y la palabra de seguir te empeño

tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, que por amores nuevos

no te espante el rigor de mis pecados,

pues tan amigo de rendidos eres.

Espera, pues y escucha mis cuidados;

pero ¿cómo te digo que me esperes,

si estás para esperar, los pies clavados?

José R. Ramírez Mercado

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