Suplementos
Dando y dando
Porque todo puede suceder en el intercambio navideño
GUADALAJARA, JALISCO (14/DIC/2014).- El primer intercambio de regalos en el que participé ocurrió por allá de 1986. Había sido el año del Mundial y alguien me obsequió, no sé por qué, una playera de los Pumas. Ese alguien debió ser un cínico total (sinceramente ya me olvidé quién fue) o considerarme de a tiro imbécil, porque me juró que la playera con la carota del felino de la UNAM en el pecho era de la selección de Bélgica. Con todo y pese a que la prenda se quedó por siempre jamás archivada en un cajón, no fui el mayor damnificado de ese evento. A un amigo le tocaron unas cajas de galletas que había sido completada con especímenes sobrantes de otras y que reunía canelitas con galletas de animalitos y marías con polvorones sin ninguna clase de criterio. Estaban, por si fuera poco, hechas migas.
Otro al que no le fue muy bien recibió calcetines de rombos (que se volverían de culto ya en este siglo gracias a 31 Minutos pero que entonces eran vistos con la misma simpatía que recibe alguien que aparece con un inocultable herpes labial en medio de una discoteca). Pero la campeona invencible de aquel catastrófico intercambio fue, sin duda, la maestra, a quien le tocó que le diera regalo la directora del plantel. A la mujer pareció un muy buen detalle obsequiar una foto de ella misma (que se parecía notablemente a Pablo Mármol, el de los Picapiedra) enmarcada. Creo que ni la profesora ni nadie se esperaba que el retrato emergiera de la cajita elegante y forrada en la que se lo entregaron. Cuando lo vio se puso pálida y volvió a cerrarla sin decir palabra. “Ha de traer una oreja sangrante allí dentro”, escpeculó mi amigo Pancho, que era un chismoso y un tremendista. Cuando la maestra se paró y caminó al baño (ella le había comprado a la directora un disco de Camilo Sesto, que sin duda le parecía un regalo mucho mejor que aquel), Pancho y yo nos apuramos a abrir la caja. Allí, sonriente, la fotografía enmarcada de la directora parecía reírse de la pobre maestra.
Lo que nunca he visto es que a nadie le toque algo en el intercambio que lo haga realmente feliz. Incluso en el caso de que uno pida (y estén dispuestos a darle) algo añorado, digamos un disco, libro o película específica, es muy común que las tiendas que lo expenden no lo tengan disponible y sea necesario pedirlo. Entonces, uno recibe el peor de los regalos de este mundo: un vale. El vale (y su hermana gemela, la tarjeta de regalo) podrá tener todas las ventajas que se quieran pero es como la cristalización de las ineptitudes de un yerno zonzo o una tía holgazana, a quienes no les da la cabeza para encontrar algo que acomode y, en lo que llaman “una carrerita”, se lanzan a comprar algo que es como dinero en efectivo pero peor, porque sólo puede usarse en una tienda y es inútil en las demás.
Claro que siempre hay un escalón abajo: está el que da regalos graciosos (una caja de puros para la abuelita asmática, un cuarto de crema al sobrino, agua mineral al tío que esperaba una botella de whisky) o, al mero final de la lista, el que recurre a frases penosas como “híjole, te lo debo” o “nomás me llegue un dinero que estoy esperando y me pongo a mano”. Ese tipo de personas deberían ser excluidas de todo tipo de intercambio o, cuando menos, obligadas a llenar letras de cambio que los orillen a cumplir sus promesas.
Otro al que no le fue muy bien recibió calcetines de rombos (que se volverían de culto ya en este siglo gracias a 31 Minutos pero que entonces eran vistos con la misma simpatía que recibe alguien que aparece con un inocultable herpes labial en medio de una discoteca). Pero la campeona invencible de aquel catastrófico intercambio fue, sin duda, la maestra, a quien le tocó que le diera regalo la directora del plantel. A la mujer pareció un muy buen detalle obsequiar una foto de ella misma (que se parecía notablemente a Pablo Mármol, el de los Picapiedra) enmarcada. Creo que ni la profesora ni nadie se esperaba que el retrato emergiera de la cajita elegante y forrada en la que se lo entregaron. Cuando lo vio se puso pálida y volvió a cerrarla sin decir palabra. “Ha de traer una oreja sangrante allí dentro”, escpeculó mi amigo Pancho, que era un chismoso y un tremendista. Cuando la maestra se paró y caminó al baño (ella le había comprado a la directora un disco de Camilo Sesto, que sin duda le parecía un regalo mucho mejor que aquel), Pancho y yo nos apuramos a abrir la caja. Allí, sonriente, la fotografía enmarcada de la directora parecía reírse de la pobre maestra.
Lo que nunca he visto es que a nadie le toque algo en el intercambio que lo haga realmente feliz. Incluso en el caso de que uno pida (y estén dispuestos a darle) algo añorado, digamos un disco, libro o película específica, es muy común que las tiendas que lo expenden no lo tengan disponible y sea necesario pedirlo. Entonces, uno recibe el peor de los regalos de este mundo: un vale. El vale (y su hermana gemela, la tarjeta de regalo) podrá tener todas las ventajas que se quieran pero es como la cristalización de las ineptitudes de un yerno zonzo o una tía holgazana, a quienes no les da la cabeza para encontrar algo que acomode y, en lo que llaman “una carrerita”, se lanzan a comprar algo que es como dinero en efectivo pero peor, porque sólo puede usarse en una tienda y es inútil en las demás.
Claro que siempre hay un escalón abajo: está el que da regalos graciosos (una caja de puros para la abuelita asmática, un cuarto de crema al sobrino, agua mineral al tío que esperaba una botella de whisky) o, al mero final de la lista, el que recurre a frases penosas como “híjole, te lo debo” o “nomás me llegue un dinero que estoy esperando y me pongo a mano”. Ese tipo de personas deberían ser excluidas de todo tipo de intercambio o, cuando menos, obligadas a llenar letras de cambio que los orillen a cumplir sus promesas.