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Cristo se despide de sus discípulos
La Iglesia, desde entonces y ahora en el siglo XXI, ha tenido una realidad interior: la presencia de Cristo
En este quinto domingo de pascua, el tema de oración y de reflexión es del capítulo décimocuarto del evangelio de San Juan.
Es una despedida. El Maestro tiene allí en torno a la mesa a los doce, los más cercanos. Fueron capaces de dejarlo todo y seguirlo muy de cerca en los tres años de su vida pública.
Ahora están tristes. Ya no lo verán, pero les asegura su presencia; invisible sí, pero cierta y operante en medio de ellos.
Ese es su Reino, esa es la Iglesia, apenas un grano de mostaza, y los prepara para la misión ya próxima. Irán a predicar.
La Iglesia, desde entonces y ahora en el siglo XXI, ha tenido una realidad interior: la presencia de Cristo. Ahora Benedicto XVI empuja el timón de la Barca y son visibles las estructuras, los ministerios, las funciones, la jerarquía, las personas. El misterio invisible es esa realidad interior, la presencia de Cristo, siempre en la Barca. Para esto prepara a los heraldos de la Buena Nueva. Irán a predicar, a bautizar, a ser testigos por todo el mundo de la resurrección de Jesús de Nazaret, su Maestro, el Mesías esperado.
Algunos, en la Iglesia, no ven más allá de lo perceptible por los sentidos; con sentido de fe, con mirada de fe, se alcanza a sentir la presencia invisible de Cristo más al fondo de las personas y los acontecimientos.
Ante la separación, los doce están tristes, turbados, temerosos. El futuro los agobia. El Maestro los alienta y los exhorta.
“No pierdan la paz”
La paz no está donde está el mal. El mayor mal es el pecado, y si llega, la paz se aleja. No deben apartarse del bien. Deben ser valientes y perseverantes. Deben de estar vigilantes para no caer, y si se sienten sin fuerzas, con la oración serán fuertes.
El hombre, desde lo más profundo de su ser, ansía la paz, pero la paz ha de ser una conquista. Buscar la paz es luchar para alcanzarla. Fuente de paz es el amor, y de la justicia también brota la paz. La paz es vivir el evangelio, la paz es Cristo.
Ellos lo saben y no lo olvidarán. Cuando los hombres reconozcan el señorío de Cristo en el tiempo, señorío universal, entonces llegará la verdadera paz.
“¡Paz a los hombres de buena voluntad!”, fue el mensaje del coro angelical en el nacimiento del Redentor, el Príncipe de la Paz.
La Iglesia ha de ser mensajera y portadora de la paz de Cristo. Como el Maestro, sin distinción de razas, pueblos y condiciones sociales o políticas, ha de decirles a todos los hombres: “No pierdan la paz”. Paz en los corazones, en las familias, en la sociedad, en los pueblos.
Ya los discípulos no verán al Maestro; ya no recorrerá los caminos de Judea, de Samaria, de Galilea, como por tres años lo hiciera, pero están seguros de que, aun sin mirarlo, estará entre ellos, y si está presente no perderán la paz.
“Yo soy el camino”
Moisés, al frente del pueblo cautivo en Egipto, emprendió el camino a través del desierto en un largo peregrinar de cuarenta años hacia la tierra prometida, hacia la libertad.
Moisés y el pueblo de Israel fueron imagen lejana del nuevo éxodo en los novísimos tiempos.
Cristo guía y el pueblo sigue. La Iglesia es “pueblo en marcha”. La Iglesia, nacida del costado herido de Cristo, se puso en camino después de la Ascensión y de la presencia del Espíritu Santo sobre los apóstoles el dia de Pentecostés.
La rueda del tiempo ha girado sobre su eje veinte veces mil, y en la historia ha dejado la boca del Padre la estela luminosa de la Buena Nueva en medio de los hombres y para todos los hombres. ¿Por dónde ha ido? ¿Cuál es su dirección? ¿Cuál es su ruta?
Va hacia el Padre y el camino es Cristo. Él mismo, para que nadie dude, ni titubee, lo ha dicho: “Yo soy el camino”. Seguir a Cristo es ir por el camino. El cristianismo es seguimiento de Cristo. Lo han seguido los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los confesores y una multitud que nadie podrá contar.
La misericordia de Dios es infinita y su sangre ha redimido hombres de toda raza, lengua y nación.
“Yo soy la verdad”
En este siglo XXI invadido por los muy eficaces medios de comunicación masiva, corren ideas, pensamientos, ideologías, opiniones, en tal abundancia como para aturdir y confundir a los desprevenidos.
¿En dónde está la verdad? O más bien, como le preguntó Poncio Pilato al Señor: ¿Qué es la verdad?
La respuesta es: “Cristo Maestro vino al mundo para dar testimonio de la verdad” (Juan 18, 37). Cristo es el revelador supremo del Dios invisible; en Él, en su persona, se halla el contenido íntegro de toda posible revelación.
Verdad es la exactitud de un enunciado, la transparencia de un objeto ante la mente, la adecuación del entendimiento con la realidad. En Cristo está la verdad, la fidelidad, la seguridad en Dios.
La base del conocimiento verdadero es la veracidad de quien comunica el conocimiento, es el acceso a la verdad. Muchos intentan y logran no pocas veces llevar a otros a “su verdad”, que no es verdad, sino su opinión.
La verdad viene de Dios, la verdad es Cristo.
“Yo soy la vida”
Nadie se ha atrevido a decir “yo soy la vida”, porque decirlo exige luego probar tan audaz aseveración.
Nadie de los fundadores de religiones se ha tomado la valentía de decir “yo
soy la vida”, porque no pueden decirlo, porque no son la vida.
Cristo lo dice ahora ante sus discípulos, y antes lo dijo ante el sepulcro de su amigo Lázaro; y luego, con voz imperativa, sacó vivo del sepulcro a quien ya llevaba cuatro días muerto.
Seis veces anunció a sus discípulos algo imposible de comprender para ellos: subiría a Jerusalén para ser juzgado y condenado a muerte. Moriría para luego resucitar. Así les dijo un día: “Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, yo soy quien la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla” (Juan 10, 17-18).
Cristo les dice:
“No se turbe su corazón”
“Cristo es el camino para llegar al Padre; por Él, el hombre llega al conocimiento del Padre a quien nadie ha visto nunca”. (Juan 7, 18).
Pero conociendo al Hijo se llega al conocimiento del Padre. “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Mas para conocer al Padre mediante el Hijo es necesaria una mirada de fe. El Hijo revela siempre el amor del Padre, revelación plena.
Al cristiano de ahora le dice el Señor lo mismo que les dijo a los discípulos, porque el cristianismo debe ser confianza, alegría en el seguimiento de Cristo, camino, verdad y vida.
José R. Ramírez Mercado
Es una despedida. El Maestro tiene allí en torno a la mesa a los doce, los más cercanos. Fueron capaces de dejarlo todo y seguirlo muy de cerca en los tres años de su vida pública.
Ahora están tristes. Ya no lo verán, pero les asegura su presencia; invisible sí, pero cierta y operante en medio de ellos.
Ese es su Reino, esa es la Iglesia, apenas un grano de mostaza, y los prepara para la misión ya próxima. Irán a predicar.
La Iglesia, desde entonces y ahora en el siglo XXI, ha tenido una realidad interior: la presencia de Cristo. Ahora Benedicto XVI empuja el timón de la Barca y son visibles las estructuras, los ministerios, las funciones, la jerarquía, las personas. El misterio invisible es esa realidad interior, la presencia de Cristo, siempre en la Barca. Para esto prepara a los heraldos de la Buena Nueva. Irán a predicar, a bautizar, a ser testigos por todo el mundo de la resurrección de Jesús de Nazaret, su Maestro, el Mesías esperado.
Algunos, en la Iglesia, no ven más allá de lo perceptible por los sentidos; con sentido de fe, con mirada de fe, se alcanza a sentir la presencia invisible de Cristo más al fondo de las personas y los acontecimientos.
Ante la separación, los doce están tristes, turbados, temerosos. El futuro los agobia. El Maestro los alienta y los exhorta.
“No pierdan la paz”
La paz no está donde está el mal. El mayor mal es el pecado, y si llega, la paz se aleja. No deben apartarse del bien. Deben ser valientes y perseverantes. Deben de estar vigilantes para no caer, y si se sienten sin fuerzas, con la oración serán fuertes.
El hombre, desde lo más profundo de su ser, ansía la paz, pero la paz ha de ser una conquista. Buscar la paz es luchar para alcanzarla. Fuente de paz es el amor, y de la justicia también brota la paz. La paz es vivir el evangelio, la paz es Cristo.
Ellos lo saben y no lo olvidarán. Cuando los hombres reconozcan el señorío de Cristo en el tiempo, señorío universal, entonces llegará la verdadera paz.
“¡Paz a los hombres de buena voluntad!”, fue el mensaje del coro angelical en el nacimiento del Redentor, el Príncipe de la Paz.
La Iglesia ha de ser mensajera y portadora de la paz de Cristo. Como el Maestro, sin distinción de razas, pueblos y condiciones sociales o políticas, ha de decirles a todos los hombres: “No pierdan la paz”. Paz en los corazones, en las familias, en la sociedad, en los pueblos.
Ya los discípulos no verán al Maestro; ya no recorrerá los caminos de Judea, de Samaria, de Galilea, como por tres años lo hiciera, pero están seguros de que, aun sin mirarlo, estará entre ellos, y si está presente no perderán la paz.
“Yo soy el camino”
Moisés, al frente del pueblo cautivo en Egipto, emprendió el camino a través del desierto en un largo peregrinar de cuarenta años hacia la tierra prometida, hacia la libertad.
Moisés y el pueblo de Israel fueron imagen lejana del nuevo éxodo en los novísimos tiempos.
Cristo guía y el pueblo sigue. La Iglesia es “pueblo en marcha”. La Iglesia, nacida del costado herido de Cristo, se puso en camino después de la Ascensión y de la presencia del Espíritu Santo sobre los apóstoles el dia de Pentecostés.
La rueda del tiempo ha girado sobre su eje veinte veces mil, y en la historia ha dejado la boca del Padre la estela luminosa de la Buena Nueva en medio de los hombres y para todos los hombres. ¿Por dónde ha ido? ¿Cuál es su dirección? ¿Cuál es su ruta?
Va hacia el Padre y el camino es Cristo. Él mismo, para que nadie dude, ni titubee, lo ha dicho: “Yo soy el camino”. Seguir a Cristo es ir por el camino. El cristianismo es seguimiento de Cristo. Lo han seguido los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los confesores y una multitud que nadie podrá contar.
La misericordia de Dios es infinita y su sangre ha redimido hombres de toda raza, lengua y nación.
“Yo soy la verdad”
En este siglo XXI invadido por los muy eficaces medios de comunicación masiva, corren ideas, pensamientos, ideologías, opiniones, en tal abundancia como para aturdir y confundir a los desprevenidos.
¿En dónde está la verdad? O más bien, como le preguntó Poncio Pilato al Señor: ¿Qué es la verdad?
La respuesta es: “Cristo Maestro vino al mundo para dar testimonio de la verdad” (Juan 18, 37). Cristo es el revelador supremo del Dios invisible; en Él, en su persona, se halla el contenido íntegro de toda posible revelación.
Verdad es la exactitud de un enunciado, la transparencia de un objeto ante la mente, la adecuación del entendimiento con la realidad. En Cristo está la verdad, la fidelidad, la seguridad en Dios.
La base del conocimiento verdadero es la veracidad de quien comunica el conocimiento, es el acceso a la verdad. Muchos intentan y logran no pocas veces llevar a otros a “su verdad”, que no es verdad, sino su opinión.
La verdad viene de Dios, la verdad es Cristo.
“Yo soy la vida”
Nadie se ha atrevido a decir “yo soy la vida”, porque decirlo exige luego probar tan audaz aseveración.
Nadie de los fundadores de religiones se ha tomado la valentía de decir “yo
soy la vida”, porque no pueden decirlo, porque no son la vida.
Cristo lo dice ahora ante sus discípulos, y antes lo dijo ante el sepulcro de su amigo Lázaro; y luego, con voz imperativa, sacó vivo del sepulcro a quien ya llevaba cuatro días muerto.
Seis veces anunció a sus discípulos algo imposible de comprender para ellos: subiría a Jerusalén para ser juzgado y condenado a muerte. Moriría para luego resucitar. Así les dijo un día: “Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, yo soy quien la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla” (Juan 10, 17-18).
Cristo les dice:
“No se turbe su corazón”
“Cristo es el camino para llegar al Padre; por Él, el hombre llega al conocimiento del Padre a quien nadie ha visto nunca”. (Juan 7, 18).
Pero conociendo al Hijo se llega al conocimiento del Padre. “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Mas para conocer al Padre mediante el Hijo es necesaria una mirada de fe. El Hijo revela siempre el amor del Padre, revelación plena.
Al cristiano de ahora le dice el Señor lo mismo que les dijo a los discípulos, porque el cristianismo debe ser confianza, alegría en el seguimiento de Cristo, camino, verdad y vida.
José R. Ramírez Mercado