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Chocolatitos

Una investigación sobre las costumbres de los tapatíos durante el Día del Amor y la Amistad

GUADALAJARA, JALISCO (15/FEB/215).- No hay asunto humano que carezca de un experto dispuesto a soltar sus verdades sobre él. Alguna vez, hace ya tres lustros, tuve que entrevistar (no había de otra: era yo reportero y el editor me entregaba una lista de “fuentes” para cada tema) a un seudosociólogo que había publicado un artículo sobre las costumbres de los tapatíos durante el Día del Amor y la Amistad (le adjudico el “seudo” porque el sujeto había estudiado ingeniería y su experiencia en asuntos sociales era básicamente imaginaria, aunque su espejismo era compartido, tristemente, por el editor). Basado en la información del experto, que elaboró un listado entero de presuntas “costumbres”, acudí a diferentes lugares para intentar toparme a los nativos con las manos en la tradición. Fracasé. Según el perito en rituales urbanos, cada 14 de febrero los tapatíos hacían cosas como picnics en La Primavera y paseos por lugares como el Parque Alcalde y los portales de la Plaza de Armas. Bueno: era falso.

No di con nadie en el bosque, si descontamos un par de ratas (ratas, sí: conozco las suficientes ardillas para no confundir unas con otras); en el Parque Alcalde no había más que unos conserjes y los tipos que rentaban las lanchitas para embarcar en el lago (cabe aclarar que esto sucedió justo antes de la remodelación que lo dejó igual de feo pero un tanto menos deprimente); en el centro encontré la usual multitud pero nada indicaba que hubiera una sobrepoblación de parejitas camuflada entre ella. “Yo creo que ahorita todo mundo está en los moteles”, opinó un policía chimuelo (se estaba riendo de mí) cuando le pregunté si aquello se llenaba de novios en algún momento del día. Como tenía estrictamente prohibido por el editor, quien no es esforzaba por ocultar una vena moralina, seguir la línea de investigación de los moteles (y como ya me veía tocando a las puertas de uno, a ver quién me respondía) terminé en Plaza del Sol entrevistando novios que comían algodones de azúcar y se preparaban para entrar al cine. La nota resultante era tan aburrida que preferí no firmarla.

Aquel fue un 14 de febrero abominable, sí. Pero he visto peores. Aunque ninguno me ha sucedido directamente a mí (que, por lo general, recuerdo la existencia del Día del Amor y la Amistad por ahí del 6 de junio), sé de varios fieles de la fecha que pueden llegar a sufrirla como si se tratara de una cirugía de hemorroides. Como aquel viejo amigo que, al momento de estar tocando a la puerta de su novia, recibió un mensaje de la florería avisando que por un error, las orquídeas que compró habían sido entregadas en Tala, Jalisco, en lugar de en el domicilio donde era esperado en mitad de un silencio ofendido. (Aunque el equívoco se aclaró, el único modo de compensar el yerro de los floristas fue pagando una cena mediocre a un precio que habría hecho levantar las cejas al mismísimo don Carlos Slim).

Ninguno, sin embargo, puede compararse con el dolor de aquella vecina adolescente quien, por allá de 1991, tocó en mi casa un 14 de febrero por la tarde. Jamás habíamos cruzado palabra, aunque debíamos tener más o menos la misma edad. Cuando abrí la puerta, la chica me dijo, sin más: “Estos chocolatitos los compré para mi novio pero él se fue con mi prima al cine. Como costaron muy caros no quiero tirarlos”. Me los puso en las manos, puso la mirada más triste que he visto, y sin agregar nada regresó a su propia casa. Eran unos chocolatitos verdaderamente estupendos.

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