México

Trigo sin paja

Para ponderar el grave peligro que se cierne sobre la democracia mexicana, considérese la siguiente estadística; en los 681 años transcurridos desde la fundación del imperio azteca (1325 d.C.) hasta nuestros días, México ha vivido 196 años bajo una teocracia indígena

Para ponderar el grave peligro que se cierne sobre la democracia mexicana, considérese la siguiente estadística; en los 681 años transcurridos desde la fundación del imperio azteca (1325 d.C.) hasta nuestros días, México ha vivido 196 años bajo una teocracia indígena; 289 bajo la monarquía absoluta de España; 106 bajo dictaduras personales o de partido; 68 años sumido en guerras o revoluciones, y sólo 22 años en democracia... Este modesto 3% democrático —vale la pena repetirlo— corresponde a tres etapas muy distanciadas entre sí: 11 años en la segunda mitad del siglo XIX, 11 meses a principios del XX, y la década de 1996 a 2006. En el primer caso, el orden constitucional establecido por Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada fue derrocado por el golpe de Estado de Porfirio Díaz. En el segundo episodio, otro golpe de Estado orquestado por Victoriano Huerta derrocó al presidente Francisco Y. Madero. Esta tercera etapa ¿será definitiva o correrá la suerte de las anteriores?

En su último poema en 1916, Rubén Darío dice: “Mis ojos espantos han visto, / tal ha sido mi triste suerte; / cual la de mi señor Jesucristo, / mi alma está triste hasta la muerte”... “Mi alma está triste hasta la muerte”, fueron las palabras de Jesucristo en el huerto de Getsemaní. (Mateo 26: 28, y Marcos 14:34).

A diferencia de lo que ocurre en ciertas culturas asiáticas impregnadas por el budismo, donde la muerte aparece como una continuación de la vida, como una reencarnación en la que el ser cambia y se renueva pero no deja nunca de existir, la muerte, en Occidente, significa la pérdida absoluta de la vida —la única vida comprobable y vivible a través del propio yo— y su sustitución por una vaga, incierta, inmaterial vida de un alma cuya naturaleza e identidad resultan incomprensibles para las facultades terrenales del más convencido creyente de la transcendencia.

Los hombre del campo, el innumerable campesinado atado desde siempre a la miseria y la explotación, han sido sistemáticamente manejados, manipulados, utilizados. Carne oscura de batalla en los días de violencia, lo son también en la paz: material plástico confortable, desechable, de manifestaciones, adhesiones, votaciones; pero quedan también jirones de otro material: llantos, amargura, ira, que son huellas de injusticia que el viento y la lluvia no borran.

La historia no se repite, es verdad, pero sí, a veces, las circunstancias que la crean. ¿En qué año vivimos? ¿1905? ¿1908? ¿1910?

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