México

Trigo sin paja

Hay en determinadas obras pictóricas algo que va más allá de la pintura y el arte, algo que toca ese indescifrable misterio de que está hecha la vida del hombre, ese fondo irreductible donde las contradicciones desaparecen, lo bello y lo poco estético se vuelven indescifrables y necesarios el uno al otro

Hay personas cuya dorada burguesía sugiere placidez, sosiego, orden, vida doméstica, familias y costumbres de alta sociedad y prosperidad de comerciantes diligentes. Es un mundo de rutina y eficiencia, sin grandes aspiraciones ni mística, urbano y secular, donde no hay sitio para excesos y que desconfía de los sentimientos extremos y sin mucha imaginación. Todas sus relaciones son con gente bien educada, pulcra y atildada.

Este ambiente es extremadamente exclusivista y previsible, amasado en lo cotidiano y enemigo de lo excepcional. Su prosperidad está como contenida en el límite mismo donde la elegancia se convierte en amaneramiento y el lujo en exhibicionismo y frivolidad. Sus vidas, sin deseos y sentimientos vehementes, se cifran en mediocres apetitos y aburridas y cotidianas costumbres. Sienten colmadas sus existencias, simplemente con ser dichosos de sí mismos.

Hay en determinadas obras pictóricas algo que va más allá de la pintura y el arte, algo que toca ese indescifrable misterio de que está hecha la vida del hombre, ese fondo irreductible donde las contradicciones desaparecen, lo bello y lo poco estético se vuelven indescifrables y necesarios el uno al otro, y también el goce y el suplicio, la alegría y el llanto, esa raíz recóndita de la experiencia que nada puede explicar, pero que ciertos artistas que pintan, componen o escriben como inmolándose, son capaces de hacernos presentir. Clemente Orozco es uno de esos casos; en sus obras escuchamos su pulso, sus imprecaciones, sus anatemas y el tumulto sin freno de sus convicciones.

Las palabras —aun simples palabras— en los oídos de un pueblo cansado, cargado de resentimientos, de iras contenidas, de reclamos de injusticia incumplidos, serían una clara sugerencia a la intemperancia social, a la abominación de un estado de cosas, a la execración de un régimen político.

La aspiración inocente de un niño que anhela ser “mordelón” para obtener ganancias fáciles e ilegales, como las de sus mayores, refleja la miseria moral, no de su mente cristalina y limpia, sino la nuestra, hecha de truculencias cómplices y detestables simulaciones.

Son bellas las líneas que dibujan ese tránsito de ensueño en el que, infancia o adolescencia, se dejan mecer por la imaginación y la fantasía.

Es inútil pensar que el poderoso y subvencionado aparato publicitario puede ocultar o disimular evidentes realidades que todos conocemos

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