Viernes, 10 de Octubre 2025
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XV Domingo ordinario

No hay contradicción alguna entre amor a Dios y al prójimo, sino que los dos preceptos son dimensiones de un único mandamiento principal

Por: EL INFORMADOR

En Jesús, Dios se ha aproximado a nosotros, se ha hecho prójimo y hermano nuestro. ESPECIAL /

En Jesús, Dios se ha aproximado a nosotros, se ha hecho prójimo y hermano nuestro. ESPECIAL /

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA
Lectura del libro del  Deuteronomio (30,10-14)


“Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley”.

SEGUNDA LECTURA
Lectura de la carta de san Pablo a los Colosenses (1,15-20)


“Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él”.

EVANGELIO
Lectura del santo evangelio según San Lucas (10,25-37)


“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.

Maestro: ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?

GUADALAJARA, JALISCO (10/JUL/2016).-
El tema de atención en este domingo decimoquinto ordinario, es la vida y la duración de la vida.

En el tiempo se mide la vida en años, meses y días. La medida de una vida es costumbre decirla así: vivió - por ejemplo- setenta años, dos meses, ocho días. O algo por el estilo. Esa es la vida en el tiempo. Mas el hombre no está hecho sólo para el tiempo, busca vivir más allá de éste, porque el tiempo está dentro de la Tierra, cuyo girar sobre su eje son los días, y en torno al Sol son los años.

Más allá de la Tierra está la vida eterna, que el hombre se gana o no se gana, y para lograrla el hombre pone en juego su inteligencia, su voluntad y sus obras de todos los días, porque el ser humano es un árbol plantado en el huerto del Señor, para dar frutos en abundancia. No le ha de pasar lo que a la higuera estéril, que tenía la verde apariencia de sus hojas y nada más: el hacha del hortelano llegó a su tronco y la cercenó, porque inútilmente ocupaba lugar.

Un doctor de la ley -la de Moisés- le preguntó a Cristo qué debía hacer para conseguir esa vida después de la vida.

Como era doctor de la ley, a la misma lo remitió el Señor Le preguntó: “¿Qué está escrito en la ley?” Aquél le contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todas tus fuerzas y toda tu mente, y a tu prójimo como a tí mismo” Cristo repuso: “Bien respondido. Haz ésto -es decir, ama- y vivirás”.

No basta saber la ley, le ha dicho; lo importante es vivir la ley, cumplir la ley del amor, practicar la ley en la cotidianidad de los días. Vivirá el que hace. No el que dice “Señor, Señor”, sino el que hace.

Pocas ganas le quedaron a ese doctor de la ley, de volverle a poner una trampa a Jesús, el Hijo de Dios. Confundido, avergonzado, buscó una salida y le preguntó: “Y ¿quién es mi prójimo?”

La respuesta fue más lejos de lo que podría esperar aquel hombre judío, con la estrecha mirada de sólo ver como prójimo a otro de su misma raza. Cristo le contestó con una parábola en la que deja mal parados a un sacerdote del templo de Jerusalén y a un noble de la tribu de Leví, porque ninguno de los dos tuvo entrañas de amor y compasión.

Muy conocida es dicha parábola: A la vera del camino se desangra un herido -semivivo, dice la parábola-, despojado de todo y arrojado allí por los ladrones. Lo ve el sacerdote, y hasta rodea para no encontrarlo; el levita, con mirada indiferente, sigue adelante. No supieron compadecer, o no quisieron, porque compadecer es padecer en compañía, es tomar una parte del padecimiento ajeno. El que compadece ya está echando sobre su espalda un poco, aunque sea, de la cruz del prójimo.

Hasta que llegó un viajero procedente de Samaria, que sí miró con ojos de amor al herido. A eso se le llama comprensión. El samaritano comprendió la situación extrema del herido, hizo suyo el dolor ajeno y se dispuso a compadecer a padecer con el herido.

Hay una serie de acciones: se bajó de su cabalgadura; puso vino en las heridas, para curarlas; puso aceite en ellas, para suavizar el dolor; con jirones de sus propias vestiduras vendó al herido; lo cargó y lo subió a su cabalgadura; lo llevó aun mesón; cuidó de él toda la noche, y al día siguiente le entregó dos denarios al mesonero y le encargó que cuidara de él hasta su retorno. Es una cadena de eslabones de amor Allí está la belleza del amor, desinteresado, sin condiciones, sin límites.

El verdadero Padre con nosotros

La paternidad de Dios que hace de todos los seres humanos prójimos y hermanos no es una mera metáfora para decir que Él es el principio del que todo viene. Su paternidad expresa una relación esencial e interna, y anterior a la creación de las cosas y los hombres: es el Padre del Hijo Unigénito, unidos entre sí por el Espíritu del Amor. Y esa paternidad de Dios se ha hecho cercana y próxima en la encarnación del Hijo. Dios no está lejos de nosotros. Ya Israel intuyó esta cercanía de Dios: la voz del Señor, su palabra y su mandamiento no están en el cielo o en el mar, sino muy cerca de ti, en tu corazón y en tu boca. Esa Palabra es el mismo Jesucristo, el “Dios con nosotros”, que en su encarnación se ha hecho imagen visible del Dios invisible y ha reconciliado consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Él es en persona la perfección y el cumplimiento de la antigua Ley. En Jesús, Dios se ha aproximado a nosotros, se ha hecho prójimo y hermano nuestro, y en él nos ha convertido a todos en prójimos y hermanos.

En Cristo entendemos que no hay contradicción alguna entre amor a Dios y amor al prójimo, sino que los dos preceptos son dimensiones de un único mandamiento principal. Cuando nos acercamos a los demás haciéndonos prójimos suyos, brindándoles nuestra ayuda y tratando de hacerles bien, estamos haciendo próximo a Dios, que es amor, pues estamos encarnando y visibilizando al amor mismo; pero este movimiento es posible porque Dios ya se nos ha aproximado, en Jesucristo, y en él nos ha mostrado su rostro paterno.

Así pues, el camino que lleva al templo, esto es, al verdadero culto de Dios, no es el camino directo del sacerdote y el levita, que para llegar a tiempo al templo dan un rodeo y evitan el encuentro con el que está en necesidad. Al contrario, ese rodeo de la atención solícita al que sufre, se convierte en el atajo que lleva a Dios verdadero, al Dios Padre de Jesucristo y Padre nuestro.

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