Domingo, 15 de Junio 2025
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Todo por las canicas

por: ángel cervantes

Por: EL INFORMADOR

Cuando dice la gente adulta que su infancia fue triste o fea, o dolorosa o algún otro adjetivo, inmediatamente me transporto a la mía, y la verdad, la mía fue estupenda, aún acompañada de hambre, de tragedias, de zurras, y de tareas incómodas, que mal o bien siempre se cumplían.

De inmediato me regreso en el tiempo y llego a la infancia, y un segundo después, del archivo general de mis experiencias o trances de la vida, aparece una que me hace reír solo, y después un comentario si alguien está cerca: “Te estás acordando de tus maldades, ¿verdad?”. Sigo sonriendo y sin contestar doy rienda suelta a ese recuerdo, devolviéndome la infancia sin ningún trámite, a ningún costo.

Hoy recuerdo mi barrio, calles de tierra, paredes descarapeladas por el paso de los años, y la falta de dinero de los dueños para darles alguna reparadita, me imagino, que en ese tiempo, lo único que querían era reparar las tripas vacías gruñendo de hambre. ¿Para qué reparar las fachadas si había cosas más importantes? Como decía el buen Roberto León, alias El Corcho: “¿Qué prefieren, que chillen los niños o que chillen las cazuelas?” Por mucho tiempo no logré entender esa frase, tuvieron que pasar años, muchos años para entenderlo.

Así que hoy, con la barriga llena y los recuerdos frescos, son más dulces esos recuerdos. Retomando el barrio, allá por los años sesenta, debió ser el 65, pues en el 66 empedraron la calle, y lo que pasó ese día fue en la calle aún de tierra apisonada.

Resulta que en esos días, de verano por supuesto, mi madre que siempre fue una gran cocinera (y lo sigue siendo), ese día me llamó para pedirme que le hiciera un “mandado”, así le llamamos los tapatíos a los encargos, en esos precisos momentos, hacía un recuento de mis tesoros: cuatro canicas que me había regalado mi hermano Miguel, que unos meses atrás había llegado de Estados Unidos y yo las cuidaba tanto que las había perdido, y la mañana de ese día las había localizado nuevamente en un rincón del ropero de mis papás; estábamos jugando a las escondidas, mis hermanos Tito, Gloria y dos vecinos del barrio, yo -que era tan flaco y escuálido que en cualquier lugar me podía esconder-, ese día me metí hasta lo mas recóndito del ropero y al oír los pasos de Gloria, mi hermana, que era quien nos estaba buscando, me hice lo más chiquito que pude. Finalmente no me encontró, y al apoyar mi mano derecha en el piso del ropero para levantarme y anunciar el “una, dos, tres, por mí”, sentí un trapo con algo que se me hacía conocido. Seguí palpando, y de pronto mi corazón se llenó de alegría, eran las canicas que me había regalado mi hermano Miguel. Eran preciosas, divinas, no había en todo el mundo de Zapopan (pues era el único mundo que conocía) canicas iguales a esas. Estaba seguro que ese día sería inolvidable, único, sabía que con esas canicas iba a recuperar todas las que había perdido en días anteriores, y nada menos que en manos del más vago para la media luna, “El Jetón” -apodo ganado por su descomunal boca y sus labios de boca de cántaro, además del vocabulario tan florido que su misma madre decía que parecía que lo habían educado en la bragueta de un soldado (eso, también lo comprendí muchos años después)-.

Salí del ropero, saleroso, con mi tesoro en la bolsa derecha de mis pantalones cortos, no me importó que Gloria gritara “una, dos, tres, por Gelito”. Seguí mi camino en busca del contrincante que me devolvería tesoros perdidos en lides a raz de suelo. No lo encontré, pero debía de ser paciente para la revancha. En esos piensos andaba cuando la voz de mi madre rompió mis sueños de batalla, de guerra, de lides de orgullo y de buena puntería con las canicas.

“Gelo –dijo mi madre-, ve a la tienda de Doña Nacha (La Última Lucha se llamaba el abarrote) y me traes 20 centavos de manteca para freír los frijoles. Tomé una moneda de cobre de 20 centavos que me dio mi madre -debo mencionar para que sea entendible este pasaje, que la manteca en esos días lo despachaban en un trozo de papel de estraza, y era tan dura que perfectamente aguantaba el traslado hasta la casa, no importando que estuviera a dos cuadras y el calor fuera imposible-, y llegué a La Última Lucha, compré mi encargo y salí a la calle con la intención de entregar el pedido de mi madre, pero al salir a la calle, a media cuadra vi que venía El Jetón en sentido opuesto al mío, así que me dije: “Ahorita mismo me lo chento”. Lo encaré y le dije: “¿Qué, pinche Jetón, te juegas una media luna?”.

Lógico, aceptó. “¿Cuántas traes?”, preguntó.
“Cuatro”, contesté.
Soltó una carcajada. “Cuatro. No, por cuatro ni siquiera me molesto en ganártelas. No levanto muertos”, dijo, sabedor de su categoría para el tiro de uñita. Yo contesté indignado: “Pero las mías son gringas y valen más que todas las que traes tú ¡pinche Jetón!”. El tono despectivo, el apodo, o el deseo de ver las canicas gringas lo detuvo. “¿A verlas? Si no, no juego”. Saqué el trapo con mi tesoro y se las mostré, alcancé a ver que los ojos se le ponían del tamaño de las jetas, bueno de sus labios enormes, después de ver su enorme cara me dije: “Este es mío”. Y lo enfrenté nuevamente.

“¿Ton’s qué? ¿Te animas o te hace futis?”, le dije muy orondo, haciendo una señal de miedo juntando todos mis dedos.

“Para nada. ¿Dónde jugamos?”.

“Allá”, señalé con mi mano un pedazo de tierra apisonada y plana como mesa de billar. Llegamos al campo de batalla, había olvidado el encargo de mi jefa, lo traía en la mano, pero sin darle la atención requerida, vi el envoltorio de papel con el contenido que haría las delicias de mis hermanos y mías, pensé: “En un ratito me lo ejecuto y llevo mi mandado y todo solucionado”. Busqué un lugar seguro donde dejar la manteca y enfrentar el juego del orgullo, vi que la ventana de Doña Cande era lo suficientemente alta y segura, alce la mano y dejé el paquete en lugar seguro.

“Ahora sí, pinche Jetón vas a saber quién es tu padre”. Sólo lo pensé, pues era más grande que yo y tenía miedo de alguna agresión, y la posibilidad de que mis labios alcanzaran el tamaño de los del ofendido.

Ya en lugar, seguro mi “mandado”, y dibujando una media luna en el suelo, dio inicio la batalla que resultó más reñida de lo que nunca me imaginé, ninguno de los dos fallaba, y a iniciar nuevamente el torneo. Mi encargo había pasado al nebuloso mundo del limbo, y las canicas seguían chasqueando y chasqueando en cada impacto, y no había ganador.

En un momento determinado, a un lado de mí vi que un perro lamía la pared, pero no le di importancia, seguí en la lucha del honor, pero unos segundos después llegó otro perro y se desató una pelea encarnizada entre los canes. Sorprendidos, volteamos el Jetón y yo hacia donde se peleaban, pero no comprendíamos el motivo, finalmente uno de los canes salió corriendo ante los embates del oponente, el otro siguió lamiendo la pared, y nosostros a las canicas. Pasaron largos minutos, hasta que salí triunfante del contest. Recogí mi preciado tesoro, una sonora carcajada ante las jetas del Jetón, y a recoger mi mandado, para cumplir con lo que Doña Gabina había encomendado.

Cuál no sería mi sorpresa que al levantar la mano, ya había desaparecido la manteca, un vuelco en el estómago llegó como relámpago: ¿Y mi manteca? -preguntábame yo mismo pues el Jetón ya se había marchado-. ¿Dónde jodidos estaba mi manteca? Volví a pasar la mano por el filo de la ventana de Doña Cande, y gran sorpresa, el papel sí estaba ¡la manteca no! Mi cabeza era una revolución, en eso se aparece la cara de una anciana por la ventana (era Doña Cande) y me dijo: “Gelos, la manteca se rreditió con la calor, es que te tardastes bien mucho jugando con tu amigo a las canicas”. La miré, le di las gracias, y me puse a pensar qué le diría a Doña María Gabina Escolástica del Rosario Fuentes Monroy, qué podía inventar para no recibir la consabida zurra con la cinta de medir. Pensaba y pensaba, entonces comprendí: la fiera batalla entre los perros... se disputaban la manteca derretida que escurría de la ventana. ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy hacer? En eso que se oye la voz de mi madre: “Geloooo”. Agarré el papel en el cual sólo existía la mancha de manteca que me había encargado mi madre. Llegué, me miró a los ojos y preguntó: “¿Y la manteca?”. Levanté la mano y le enseñé el papel de estraza, vacío pero brillante. Sólo me dijo: “¿Fue el futbol o las canicas?”.

“Fue culpa de las canicas, mamá”.

Me tomó por el hombro, me condujo por el zaguán, y me llevó hasta el fondo de la casa, me señalí con su dedo índice el rincón del patio y me dijo: “Ahí te quedas y no hay comida para ti”. Ese día no hubo zurra, me sentía raro de no recibir la paliza acostumbrada. Me senté muy triste, no entendía a mi madre, qué raro, me decía a mí mismo: “Y ni siquiera se ve enojada, en fin, y todo por las canicas”. Me senté en el suelo, me palpé la bolsa de mi pantalón, ahí estaba mi orgullo, mi coraje, mi nombre, mi honra, y por supuesto, mi hambre. Me vi la mano derecha aún brillante por los residuos de manteca, empecé a chuparme los dedos enmantecados, me sabían deliciosos. Recordé nuevamente a los perros luchando por el caldoso jugo, la verdad, no sabía nada mal, pero lo que mejor me sabía era el triunfo sobre el Jetón, sonreí contento y me volví a decir: “ Y todo por las canicas”.

Tapatío

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