Lunes, 13 de Enero 2025
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Moreira, la impunidad y el federalismo

La transición a la democracia supuso el paso del México de la “Presidencia imperial” al México de los gobernadores omnipotentes

Por: EL INFORMADOR

En la actualidad, la justicia se encuentra subordinada al partido en el poder. EL INFORMADOR / S. S. Mora

En la actualidad, la justicia se encuentra subordinada al partido en el poder. EL INFORMADOR / S. S. Mora

GUADALAJARA, JALISCO (24/ENE/2016).- Son “el rey Sol” del sistema político contemporáneo. Nada eclipsa su hegemonía. Son capaces de someter a cualquier poder local. Dominan el Poder Legislativo; controlan al Poder Judicial. Pocos son los medios de comunicación que pueden hacerles sombra. A billetazos, construyen aliados en el sector privado, en las organizaciones civiles y entre la prensa. No hay auditor insumiso que se atreva a cuestionarlos. Son los gobernadores, los virreyes contemporáneos. Acompañados de presupuestos sin parangón en la historia de nuestro país y de una cooptación política al límite, los gobernadores se imponen sin contrapesos. La fragilidad de la investidura presidencial dio paso al tiempo de los hombres fuertes en los estados. 

En México, los poderes regionales siempre han tenido plena vitalidad. El “porfiriato” logró domarlos y el régimen posrevolucionario firmó con ellos un pacto de impunidad. Los gobernadores nacieron al México posterior al enfrentamiento civil, como los detentadores del poder político de sus estados, con la única condición de ceñirse a los límites que marcaba el partido y el Presidente de la República. Los mandamases estatales gozaron de plena hegemonía en sus entidades, como resultado de un acuerdo con el centro que pagaba con impunidad, la lealtad y la estabilidad política en las entidades federativas. Los caudillos surgidos de la Revolución se llenaban la boca hablando de federalismo y de remembrar a los íconos del pensamiento liberal mexicano. Sin embargo, en la mente no tenían la idea de un federalismo capaz de domar a los poderes centrales, de contrapesar las tendencias autoritarias de un Gobierno central. Tampoco tenían en la mente un sistema federal que emergiera del respeto a la diversidad cultural y lingüística de nuestro país. No, el sistema de dispersión de poder regional aseguraba el control político nacional, la estabilidad posrevolucionaria y la protección de los cacicazgos fincados en los estados. Un federalismo de caciques.

Dicho acuerdo sobrevivió durante sexenios. El Presidente de la República era el árbitro del sistema político y sólo llamaba a orden a los gobernadores, cuando estos se pasaban de los límites marcados por el centro. En resumidas cuentas, cuando perdían el control político de sus entidades y, por lo tanto, amenazaban con sus desplantes la estabilidad del país. Carlos Salinas de Gortari fue la excepción: abusó de la remoción de gobernadores e impuso el modelo más centralizado de la historia del país. Con Ernesto Zedillo, el templo se derrumbó, la Presidencia ya no era más la moderadora de la vida política del país. El enfrentamiento con Roberto Madrazo fue la señal inequívoca del cambio de los tiempos. Vicente Fox y Felipe Calderón no pudieron con los gobernadores que dominaban la Cámara de Diputados e imponían el ritmo de las negociaciones. Calderón le entregó a la banda a uno de ellos.

La transición a la democracia en México supuso la descentralización de competencias y recursos públicos. En menos de una década, los gobernadores pasaron de administrar el 12% del gasto nacional, a controlar poco más del 40%, en un periodo además caracterizado por la entrada de millones y millones de dólares producto de la venta de petróleo en el mercado mundial. Los gobernadores se convirtieron en los “ricos nuevos”; de la noche a la mañana, no había nada que no pudieran comprar. De 2005 a 2015, el presupuesto del Estado se incrementó en 127%, en términos reales. Gobernadores, que habían sido fieles subordinados al Presidente de la República para poder obtener recursos económicos para sus estados, ahora contaban con la autonomía financiera suficiente como para no voltear a ver a Palacio Nacional. La lana, uno de los pegamentos más eficaces para mantener la lealtad de los gobernadores, se esfumaba de las manos presidenciales. Y con un elemento adicional, los gobernadores fueron liberados de la tortuosa responsabilidad de cobrar impuestos, por lo que la alegría fue total. La tenencia, uno de los pocos impuestos que se cobraba en los estados, despareció de un plumazo. Gasto excesivo y sin responsabilidad, una fórmula que incubaba su propia corrupción.

La autonomía fue entendida por los gobernadores como una justificación ideal para la impunidad. A distintos niveles, pero los gobernadores fueron capaces de construir en sus estados una red de alianzas políticas sin igual. En la oficina del gobernador, igual desfilaba el titular del Instituto Electoral o el principal líder de la oposición en el Congreso. El dinero a carretadas, supuso también que los gobernadores se armaban de una capacidad inusitada como para someter a cualquier poder que le hiciera sombra. Sólo en 2014, los gobernadores de los estados gastaron cinco mil 376 millones de pesos en medios de comunicación, pero sin reportar el destino del 53% de esos recursos. Cifras similares se repiten en las asignaciones presupuestales a los congresos locales, a los órganos autónomos o en las partidas de apoyo empresarial. La cartera, abierta sin matices, para comprar cualquier atisbo de oposición. 

El caso de Humberto Moreira es simbólico de esta degeneración del federalismo mexicano. El ex gobernador de Coahuila fue detenido en Madrid por el cargo de lavado de dinero, por una investigación que comenzó en los Estados Unidos. Seguramente, el juicio devendrá en muchísimos cargos más por los que el profesor tendrá que responder. Sin embargo, todo lo que hizo Moreira es prueba de esa impunidad con la que operan los gobernadores. ¿Cómo es posible que un gobernador pueda endeudar a su estado en 34 mil millones de pesos de un plumazo? La impunidad con la que actuó Moreira es un espejo de lo que aún no descubrimos en muchísimos estados de la República.

Sin embargo, la salida no es la centralización, como algunos suponen. El control de la vida política de los estados desde Los Pinos tampoco implica ni mayor democracia, ni mejor rendición de cuentas. El poder de los gobernadores no sólo está atado a la chequera, a esos miles de millones de pesos que reciben de la Federación. Su capacidad de corromper a la oposición, o a los contrapesos sociales y políticos, está íntimamente relacionada con la discrecionalidad del uso de los recursos. Es una realidad no sólo en Jalisco, la Auditoría Superior de los estados no funciona. Al revés, funciona precisamente para la opacidad. Es el encargado de proteger a los poderes políticos y evitar la rendición de cuentas. Y qué decimos del Congreso, depositario de la facultad constitucional de fiscalizar, pero que en la práctica funciona como un espacio de intercambio de cuentas públicas en donde los unos se tapan a los otros con total cinismo. La impunidad en el uso de los recursos públicos es un cáncer que corroe a las instituciones y lastima a la democracia. Contrapesar a los gobernadores implica, en primer sitio, reducir la discrecionalidad con la que usan los recursos públicos. El margen de maniobra presupuestal con el que cuentan los gobernadores, es totalmente inaceptable.

Es fundamental el cambio en la forma en que se negocia el presupuesto. La discusión anual sobre el reparto de las finanzas públicas estatales resulta ideal para la imposición de la voluntad del gobernador sobre los otros poderes del Estado. Quien paga manda, y como lo ha demostrado Luis Carlos Ugalde en sus investigaciones sobre las negociaciones presupuestales, “el barril del puerco”, la bolsa de recursos para comprar aliados, ajusta para que todos se metan al acuerdo. Paradójicamente, el presupuesto en los estados siempre sale con unos niveles de consenso muy amplios. El gobernador puede negociar así, porque los criterios en materia de gasto público son muy flexibles, lo que le permite sacrificar una parte de los recursos presupuestales para contentar a la oposición. “Follow the money”, he ahí el problema.

En el mismo sentido, la independencia de la justicia es un asunto ineludible en las agendas estatales. En la actualidad, ya sea por dependencia presupuestal o por compadrazgo político, pero la justicia se encuentra subordinada al partido en el poder. Y, al mismo tiempo, los ministerios públicos se encuentran ligados orgánicamente al Poder Ejecutivo, lo que provoca la imposibilidad de que existan investigaciones independientes y una justicia ciega en materia de colores partidistas. No veremos a ningún gobernador siendo juzgado en su Estado, mientras prevalezca el modelo de un Poder Judicial atado a los designios del gobernador en turno, o ex gobernadores que siguen contando con lealtades internas, y que las procuradurías no cuenten con la autonomía necesaria para hacer bien su trabajo.

Los gobernadores son el actor político más poderoso de la transición. Su empoderamiento es innegable, y se explica por su incontestable dominio en materia política en los estados, y también por la cooptación tan profunda que han hecho de las instituciones locales. Moreira llevó ese paraíso de impunidad y corrupción a niveles sin precedentes en la historia del país. En México se hizo mucho, desde los años ochenta, para limitar el poder presidencial y diluir su papel de “amo y señor” del sistema político nacional. Ahora, a 16 años de la alternancia política, es momento de emprender las reformas necesarias a nivel local, que limiten el poder de los gobernadores y que sirvan de plataforma para fortalecer las instituciones locales de combate a la corrupción, fiscalización de recursos públicos y contrapesos políticos. Un sistema federal funcional y moderno es incompatible con los virreinatos que han construido muchos gobernadores. 

Tapatío

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