Lunes, 13 de Octubre 2025
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La parábola del banquete

Ahora son invitados los que van en el cruce de los caminos

Por: EL INFORMADOR

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Una vez más, una parábola. Con ella expresa el Maestro en forma asequible el llamamiento de Dios, la invitación gratuita y universal para llegar al reino de los cielos.

Esta parábola tiene la imagen de un banquete. El rey, feliz, ha preparado la boda de su hijo y ha enviado a sus criados a llevar invitaciones a sus amigos, a personas distinguidas, a las relacionadas en alguna manera con el poder real.

La respuesta ha sido desalentadora: de los invitados, unos han tenido ocupaciones y compromisos y  han contestado con alguna excusa; otros, ni siquiera han respondido porque no tienen deseo de acudir.

Él se llenó de cólera, y mandó a los suyos a los cruces de los caminos, a invitar a todos cuantos pasaran, y la invitación fue general.

Esta parábola es continuación de la del domingo pasado: Denuncia y advertencia.

Denuncia al pueblo escogido, a Israel, y con más precisión al pueblo desviado por un fariseísmo hueco, de meras exterioridades y complicado en tradiciones humanas y preceptos impuestos impuestos por ellos mismos, más que por la ley divina.

Ellos, los primeros invitados al banquete del hijo del rey, no acudieron. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. Así dice el evangelio de San Juan capítulo 1, 11).

Ahora son invitados los que van en el cruce de los caminos

La invitación se ha tornado, por voluntad divina, en un deseo del Hijo de Dios, de que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.

La Iglesia cumple, por mandato de Cristo, su acción en un horizonte tan amplio que abarca a todos: “Vayan por todo el mundo”, fue el mandato de Cristo minutos antes de ascender al Padre.

Así la Iglesia tiene el apelativo de católica --palabra griega que significa universal--, porque nació con la consigna de ignorar distinciones, razas, culturas. Más aún, codo con codo irán al banquete --si quieren ir-- los buenos y los malos, o los llamados justos y los pecadores, y éstos con una predilección del Señor al decir que no vino a curar a los sanos, sino a los enfermos, y para salvar a los pecadores.

El Concilio Vaticano II (1962-1965) --ese Concilio con imagen nueva-- abrió sus puertas tan amplias, como para afirmar que en lo espiritual, ese fenómeno llamado globalización resonó: fue la palabra de todos los obispos dirigiéndose no solamente a los católicos, sino también a los no católicos, a los creyentes en otras religiones, a los ateos y “a los hombres de buena voluntad”.

Y a la luz del Concilio se fortaleció la fraternidad y se estrecharon lazos con la virtud de la caridad, en una fuerte corriente llamada ecumenismo, que es una búsqueda destinada a borrar lo que divida y fomentar lo que una, en el camino hacia el Padre común.

Mas la iniciativa de Dios, la invitación, requiere respuesta

Una vez más, como siempre, la religión no se puede entender sin la aceptación voluntaria, libre, del hombre al plan de Dios, a los misterios revelados y más, ya en concreto, a una pregunta colectiva y personal: ¿Qué quiere Dios de nosotros? Y con precisión: ¿Qué quiere de mí?

El acento de la parábola está puesto en la negación de los invitados al banquete: no les interesa, no atienden a la distinción de ser invitados.

El significado es como lo fue y como seguirá siendo, y al hombre del siglo XXI Dios lo sigue invitando. Con signos interiores y circunstancias, Dios tiene mil voces para llegar a lo íntimo.

Las tres lecturas de la liturgia dominical interpelan al cristiano a responder decididamente a la invitación de Dios: En la primera el profeta Isaías anuncia que “el Señor ha preparado un banquete”; San Pablo en la carta a los filipenses tiene conciencia de que aceptar es compromiso, y que éste es gravoso, “mas todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Todo va en orden de la renuncia a todo con tal de aceptar la invitación, y esto, en otras palabras, es la conversión.

De los audaces es el Reino de los Cielos, y para decir sí a la invitación divina se requiere audacia.

¿Por qué no aceptan algunos la invitación de Dios?  

Dicen que el hombre de hoy está pasando por una crisis de fe y de moral. Y lo mismo dijeron hace cincuenta años, y de igual manera externaron sus ideas hace cien y doscientos años.

La realidad es esa actitud del hombre en la que entra en juego, en primer lugar, la libertad. Es el único ser viviente en este planeta, capaz de enfilar sus miradas por donde le dé su real gana. En segundo lugar, el mundo que lo rodea tiene atractivos perceptibles por los sentidos, y en cambio el mundo de la fe siempre está bajo los velos del misterio. Aunque en todo esté la mano de Dios, y en todas las cosas y en todos los acontecimientos se puede sentir --con sentido de fe--, su amorosa presencia atrae siempre lo inmediato, lo cercano, es algo que halaga o da placer. Así se podrá afirmar que es verdaderamente sabio el hombre que vive de fe, porque a su pensamiento la luz divina lo torna claro y firme.

Muchos van en una vida ahogada en preocupaciones, dispersa en cosas insignificantes, pasajeras. Para muchos la prisa los empuja, les importa comer, afanarse, aturdirse y algunas veces ni siquiera saben a dónde van, atrapados en las esclavitudes cotidianas.

Cuando les llega el chispazo, la luz, el llamado de lo alto, no lo entienden, ni tienen deseos de acudir a esa invitación divina.

Y sin embargo, en vez de juzgarlos debemos saber que ellos, como todos, son llamados al banquete. Todos han sido creados para ser felices, y la felicidad plena está en llegar a la casa del Padre.

El problema de hoy no es de crisis, sino de ignorancia religiosa. ¿Cómo podrán amar a Dios, si  no lo conocen? Sigue, por tanto, apremiante el deseo de Cristo --vuelto mandato--, de llevar a todos los hombres la Buena Nueva, para que se cumpla esa invitación universal; que su verdad llegue a todos los hombres, y la entiendan y la acepten.

José R. Ramírez Mercado  

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