Viernes, 07 de Noviembre 2025
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La bolsa o la vida

Ser asaltado puede resultar como una cicatríz que quedará encima para toda la vida

Por: EL INFORMADOR

Sombra. Imagen del videojuego 'Thief', una visión de la oscuridad y el miedo de algunos tapatíos ante la posibilidad de ser asaltados.  /

Sombra. Imagen del videojuego 'Thief', una visión de la oscuridad y el miedo de algunos tapatíos ante la posibilidad de ser asaltados. /

GUADALAJARA, JALISCO (31/AGO/2014).- Al igual que muchos tapatíos, he sido asaltado en la calle. No, por fortuna, en fechas últimas  ni de un modo tan violento y atemorizante cono el que, en tiempos recientes, ha sido empleado contra varios conocidos, mujeres principalmente, en la zona de Chapultepec y en Zapopan. Si el robo no pasa a mayores, es decir, si uno es despojado y hasta sacudido pero queda más o menos ileso, el paso de los años puede propiciar que se mire con humor el episodio (y mi caso es de esos). Pero si aquello pasa a mayores quedará encima como una marca persistente para el asaltado. Como una cicatriz.

El primer asalto del que fui víctima ocurrió en el barrio de Santa Tere. Un amigo y yo habíamos ido en busca del tianguis de los jueves (no me vengan a aclarar que el mercadito de la zona no se pone ese día sino el domingo, porque bien que lo averigüé; tengan en cuenta, en nuestro descargo, que vivíamos al otro lado de la ciudad y solíamos hacerle caso a la mala memoria o mala leche de los compañeros de la secundaria que nos lo juraron) para ver si encontrábamos unos tenis de lona. Pero, claro, no dimos con él (porque era el día equivocado) y acabamos en una callecita oscura, rodeados por un grupo de malencarados que nos doblaban la edad (nosotros teníamos doce). Mi amigo se escondía el dinero en los calzones, así que nuestros asaltantes se limitaron a jalonearnos y burlarse de nosotros, a quitarnos las monedas para el camión y a despojarnos de los tenis que llevábamos puestos. Luego dieron vuelta a una esquina y desaparecieron de la vista. En calcetines nos fuimos de allí.

Cuadras adelante, una vecina se compadeció de nosotros (es posible que hayamos estado hablando exaltadamente, al borde de las lágrimas, frente a su ventana, sobándonos los adoloridos pies) y nos obsequió unas chanclas viejas de plástico a cada cual y un tecito para el susto. También nos regañó por andar lejos de nuestras casas sin compañía de adultos y, sobre todo, por brincarnos el horario escolar (llevábamos el uniforme delator encima y sí: nos habíamos hecho la pinta). “Aquí roban porque es un barrio comercial y los ladrones lo saben y vienen”, nos explicó la buena mujer. Al final nos aclaró que el tianguis era los domingos y no los jueves y nuestro viaje había sido, desde el principio, una tontería.

Al contrario que ese episodio más o menos inocuo (nos desvalijaron con el puro miedo como arma porque jamás sacaron cuchillo o revólver ni mucho menos), los robos de los que me he debido enterar en los tiempos recientes han sido virulentos, terroríficos. A unas amigas las bajaron a punta de pistola de su camioneta cerca del Expiatorio y las llevaron a un cajero automático para que sacaran lo que pudieran de sus tarjetas, manteniéndolas encañonadas todo el tiempo, y tratándolas a punta de empujones, arrimones, mentadas de madre y vejaciones varias. A otras conocidas las atacaron a golpes antes de quitarles bolsos y teléfonos cerca del Mercado Juárez. A un chico, amigo de amigos, que sacó a pasear al perro a la calle en Zapopan, lo abatieron a cuchilladas para quitarle un triste reproductor de música.

Recuerdo que durante años evité la cercanía de la callecita donde nos asaltaron y hasta daba un rodeo absurdo para llegar a un restaurante que comencé a frecuentar en las inmediaciones. Por su lado, mi amiga me confiesa que cada vez que va a arrancar su automóvil, teme ver junto a la ventanilla una pistola apuntándole. Bajo esa sombra vive la ciudad.

Tapatío

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