Miércoles, 23 de Abril 2025
Suplementos | Quien encuentre a Cristo, ha encontrado todo. Cristo es la luz, es el camino, es la verdad, es la vida, es el amor

La alegría de encontrar a Cristo

El Señor Jesús, Maestro por excelencia, ha dejado la más alta doctrina, el mensaje de la salvación, en sencillas parábolas, tan claras que pueden ser entendidas

Por: EL INFORMADOR

    El Señor Jesús, Maestro por excelencia, ha dejado la más alta doctrina, el mensaje de la salvación, en sencillas parábolas, tan claras que pueden ser entendidas y aceptado el mensaje de Dios, que es un misterio.
    En este domingo décimo séptimo ordinario el evangelista San Marcos presenta dos parábolas más, con las que el Divino Maestro expone el misterio del Reino. En ambas es uno el tema, el mismo empeño y el mismo feliz final.
Así van en síntesis: un buscador de tesoros constante, insistente, que por fin encuentra un tesoro; un comprador de perlas, al encontrar una bellísima perla, vende cuanto tiene y compra esa perla.
    En los dos protagonistas están en juego los tres momentos de toda actividad humana: pensar, querer y actuar.
    Así en las actividades cotidianas --aún en las triviales y hasta en las pecaminosas--, primero va el pensamiento, al que sigue el deseo, y, si es posible, la acción.
    Igual es el proceso para quienes buscan no sólo las cosas perecederas que van en el tiempo, sino las perennes, las que se relacionan con el máximo bien, que es la salvación eterna.

El verdadero tesoro es Cristo

    Quien encuentre a Cristo, ha encontrado todo. Cristo es la luz, es el camino, es la verdad, es la vida, es el amor.
    La historia de veinte siglos de cristianismo es muy rica en historias particulares de hombres y mujeres que han encontrado a Cristo, y esto ha sido su máxima alegría y la total satisfacción a todas sus apetencias, que ya no buscarán: nada más podrá caber en su pensamiento, en su deseo.
    Todas las lámparas de la tierra, encendidas, nada son en cuanto el sol derrama sus luces. Incontables justos o pecadores, hombres y mujeres, al encontrar ese tesoro han encontrado la felicidad verdadera.

Una mujer pecadora encontró ese tesoro

    El día 22 de este mes de julio, la Iglesia Universal recordó con veneración a Santa María Magdalena. Cuando esta mujer, desafiando las miradas furiosas o provocativas cruzó entre todos y cayó de rodillas a los pies de Cristo, y derramó sus lágrimas y un costoso perfume sobre el Maestro, ellos, los que se decían limpios, comentaron: “Si este fuera profeta, sabría que esta es una pecadora”.
    Y pecadora fue hasta ese día. “Vete en paz, tus pecados te son perdonados”, le dijo Jesús. El perdón la limpió de siete demonios: la envidia, la ira, la gula, la pereza, la codicia, la lujuria y la soberbia. Tan limpia quedó, que tuvo el privilegio de ver a Cristo resucitado en la misma maña dominical, allí junto a la piedra rodada y el sepulcro vacío.

Dios busca primero

    La iniciativa en este misterio viene siempre de Dios. Él es el primero en buscar, para ser buscado; Él es quien pone en el corazón del hombre ese desasosiego, esa inquietud, ese vacío existencial, y luego se hace presente.
Cuando Cristo entró en Jericó, un hombre, un publicano tramposo y rico, se subió a un árbol para ver a Jesús, que pasaba rodeado por una multitud.
Encontró a Cristo porque la gracia divina le había llegado, ya traía dentro de sí la inquietud por conocerlo. Tal inquietud que, aunque era hombre importante, no le dio vergüenza subirse al árbol. Y su premio fue cuando el Señor le dijo: “Zaqueo --lo llamó por su nombre--, baja pronto porque quiero que me recibas en tu casa”. Tanta fue su alegría, que dio la mitad de sus bienes a los pobres.
    Dios busca primero. El misterio de la encarnación --en que el Verbo, el Unigénito del Padre, se hizo hombre--, es porque Dios ha venido a buscar y salvar a todos y cada uno de los hombres.
    Y la Iglesia, misionera desde su nacimiento, ha de ser, a imitación de su Divino Fundador, la que siempre, oportuna o inoportunamente, con todos los recursos a su alcance busque a los hombres, para que todos encuentren el tesoro escondido, la perla preciosa que es Cristo.

“Señor, ¿qué quieres que yo haga?”

    Cuando encuentran a Cristo, los lobos se vuelven corderos. Saulo de Tarso --fariseo fanático-- era un lobo feroz. Con soldados y caballos iba a Damasco para llenar las cárceles con cristianos, por los que sentía un odio feroz. Su dureza se ablandó, como la cera al fuego. Su odio se tornó amor, y su dureza, docilidad, obediencia. El amor a Cristo lo llevó a una aventura de aventuras en más de treinta años, de sólo hablar de Cristo en un continente y en otro, entre amigos y entre enemigos, soportando azotes, padeciendo toda clase de sufrimientos. Así escribió en su Carta a los Romanos: “¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?. En todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado”. (Rm. 2, 35-37).

“Ya sólo espero la muerte”

    Así decía un hombre entrado en años, aunque no viejo aún. Así se lamentaba porque había perdido a su hijo en un accidente automovilístico. El muchacho era su ilusión, su esperanza. El padre contemplaba a su hijo dotado de gracia, de ingenio, de talento, y era para él lo que le daba sentido a su trabajo, a su vida. Pero lo perdió y ya no deseaba vivir.
    Un día un amigo lo invitó a cenar. Después de varias ocasiones en que lo dejó plantado, por fin aceptó la invitación. La cena comenzó con la misma frase triste, mas ya Dios estaba entre ellos. De Dios le habló el amigo.Le fue abriendo los ojos a la luz. Le recordó que en Dios estamos, nos movemos y somos. Que aún en los que llamamos males, se puede entrever la bondad de Dios.
    El padre no podía aceptar que le hubiera sido arrebatado su hijo cuando el muchacho estaba en plenitud. El amigo fue llevando el tema hasta despertar en su invitado el deseo de buscar a Jesús en medio de su tristeza. Como regalo en esa cena puso en manos de aquel afligido padre el libro del consuelo, “Los santos evangelios”, y lo inició en la lectura y en la meditación.
    El padre apesadumbrado aceptó la voluntad de Dios, que es misterio como todo lo que a Dios se refiere, como misterio fue la vida y misterio fue la muerte de su hijo, y encontró a Cristo, de quien siempre había vivido alejado. Si tristeza se desvaneció en una paz interior que antes nunca había experimentado. Ya no deseaba morir, ahora ya amaba la vida, lo iluminaba una nueva luz.
    El tesoro escondido, la perla preciosa de estas dos parábolas, se encuentra cuando el ser humano, como primer paso, se pone a reflexionar sobre el sentido de la vida; luego, desear ardientemente lo no perecedero, y por fin, actuar, poner los medios adecuados para encontrar a Cristo.

Pbro. José R. Ramírez            
 

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