Lunes, 10 de Noviembre 2025
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¿Justicia o venganza?

La situación que actualmente sacude al país amazónico es tratar de sepultar al 'lulismo'

Por: EL INFORMADOR

El proyecto de Lula, continuado y diría profundizado por Dilma, comenzó a generar grietas a izquierda y a derecha. AP / ARCHIVO

El proyecto de Lula, continuado y diría profundizado por Dilma, comenzó a generar grietas a izquierda y a derecha. AP / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (22/MAY/2016).- El “lulismo” desató aplausos en todo el globo. Luis Inácio “Lula” Da Silva, particularmente en su primer periodo presidencial, condujo a Brasil hacia un pacto nunca antes visto en América Latina. Disolvió por decreto la lucha de clases. Empresarios y sindicatos, élite y trabajadores, olvidaron sus viejas rencillas y apostaron por un proyecto de modernización sin parangón en la historia del gigante sudamericano. Un país que crecía a tasas del siete, ocho o nueve por ciento, y que también redistribuía riqueza. En un lustro, Brasil se convertía en la estrella de los negocios y la captación de las inversiones, mientras lograba que 28.4 millones de brasileños dejaran la pobreza. En paralelo, “Lula” ponía la piedra angular de la hegemonía de Partido de los Trabajadores en un contexto de fragmentación política del Brasil post-Fernando Henrique Cardoso. Una construcción política, económica y social que le permitió al PT de Lula controlar, con pactos y acuerdos con otras fuerzas políticas, el devenir del Brasil del siglo XXI.

Ahora, algunos años después de que el ex sindicalista dejara la Presidencia, todo el lulismo se encuentra cuestionado. El Congreso brasileño ha suspendido del cargo a la presidente Dilma Rousseff por su posible involucramiento en la trama de corrupción denominada “el Petrolao” y por presuntamente manipular las cifras del déficit. La primera causa, investigada desde 2014, implica maniobras de importantes políticos vinculados al PT, a otros partidos políticos y al entorno de Lula, para favorecer a un cartel de empresas privadas que se había constituido con el único objetivo de arañar contratos multimillonarios de la empresa estatal Petrobras. La trama no sólo favorecía a un puñado de empresarios cercanos al poder en Brasil, sino que también presuntamente constituiría una eficaz e ilegal forma de financiación del partido de Lula y Dilma-petróleo para pagar campañas, algo que conocemos sobradamente en México. Al punto que Joao Santana, reconocido consultor de campañas de izquierda en América Latina y quien condujo la campaña de reelección de Dilma, ya se encuentra tras las rejas. El debate en Brasil es si la presidenta sabía de la trama, y por lo tanto de la financiación ilegal a su partido, o si fue operado secretamente por otros hombres del régimen como el ex presidente brasileño, José Dirceu.

Las imágenes de una mandataria suspendida de su cargo por presuntos casos de corrupción, dio cierta esperanza a una ciudadanía latinoamericana cansada de la impunidad. Poco se analizó la seriedad del proceso de juicio político contra Rousseff, la algarabía en países como México se desprendía de la idea misma de que en nuestro barrio, en nuestra zona postal, existe un país capaz de poner en el banquillo de acusados a un presidente y retirarlo de cargo. Es cierto, está muy lejos de ser un “golpe de Estado”, como lo califica la oposición. La constitucionalidad del proceso es innegable y, por tanto, la suspensión de la presidenta no viola ninguna disposición jurídica. Sin embargo, erraríamos el análisis si pensáramos que la suspensión de Dilma es un ejemplo de justicia y combate a la impunidad. La razón es meramente política: la oposición se dio cuenta de que era el momento de sepultar al lulismo. En un entorno de profunda debilidad presidencial -recordar que Dilma “goza” de una desaprobación del 77% de los ciudadanos brasileños y ha tenido que enfrentar las mayores manifestaciones que se recuerden tras la llegada de la democracia-, la oposición se dio cuenta que era ahora o nunca; los criterios que llevaron al juicio político, la motivación detrás de la declaración de procedencia, son exclusivamente partidistas y electorales. Y más allá, hay muchos políticos que quieren salvarse de ir a prisión, ofreciendo un suculento bocado: la cabeza de la presidenta.

No falta quien pueda argumentar: el juicio político se sustenta en la responsabilidad política y, por lo tanto, el simple hecho de que el Petrolao se haya originado y reproducido en el entorno político de Dilma, obliga a la presidenta a dimitir. Tal vez, hasta hoy las pruebas de su implicación son difusas. Sin embargo, a diferencia de los sistemas parlamentarios, Brasil no tiene ningún procedimiento semejante a la moción de censura, y si revisamos la constitución de Brasil, nos daremos cuenta que el juicio de procedencia o político debe tener “causas graves” que sustenten su aplicación. La sesión parlamentaria que marcó la aceptación del procedimiento fue un circo más parecido a un ajusticiamiento medieval de la presidenta, que realmente un procedimiento digno de un parlamento moderno y responsable. Las intervenciones de los diputados demuestran que el último objetivo era probar la relación entre Dilma y los escándalos de corrupción de Petrobras o el ocultamiento de las cifras del déficit. No dudo que en un futuro se compruebe que Dilma sabía todo y que tenga que pagar con prisión su implicación, sin embargo al día de hoy eso no ha ocurrido.

La realidad está en otro lado. El proyecto de Lula, continuado y diría profundizado por Dilma, comenzó a generar grietas a izquierda y a derecha. Es de sobra conocida su marcada lejanía con los movimientos sociales que lo apoyaron en el 2003. La izquierda del PT y las organizaciones sociales de extrema izquierda le dieron la espalda al lulismo casi desde los primeros años de su administración. Lo veían y lo ven como un traidor. Dilma recompuso una parte de sus relaciones con la izquierda del PT, lo que le permitió ganar apretadamente la reelección en 2014, con 54 millones de votos en balotaje.

Y, por otro lado, el mismo consenso “socialdemócrata” que erigió Lula, no tuvo correspondencia en el periodo de Dilma. La presidenta giró aún más a la izquierda y acentuó comportamientos fiscales que preocuparon al empresariado local y despertaron a la élite financiera de ciudades como San Pablo. El lulismo, si bien incrementó el gasto social bajo cualquier punto de comparación, siempre mantuvo una premisa: inversión social, sí; pero siempre que las cifras cuadren. Nada de deuda impagable, nada de déficit inmanejable. El gran éxito del consenso de Lula fue precisamente que articuló esas dos variables: un Estado que gasta mucho en combatir la pobreza y en servicios sociales, pero que no olvida los principios del Consenso de Washington.

Dilma no respetó ese pacto. Si revisamos los números que hereda la hoy presidenta separada del cargo, vemos un incremento notable al gasto público, volvió el fantasma de la deuda, la inflación repuntó y los temores sobre las inestabilidades financieras se multiplicaron. Brasil no enfrenta una situación económica sencilla, como sucede en prácticamente toda América Latina, ya que a diferencia de Lula, Dilma tuvo que enfrentar una profunda recesión y la caída de los precios del petróleo.

Si bien, como quedó de manifiesto en su reelección, Dilma se mantuvo en el cargo gracias a los sectores más desfavorecidos de la población, agradecidos con los programas sociales que se ejercen desde los tiempos de Lula, el gas que le quedó fue muy poco.

Sin embargo, como suele suceder en los tiempos de vacas flacas, la corrupción se volvió intolerable. Y es que cuando las cosas van bien, cuando un país crece aceleradamente, genera empleos y redistribuye eficazmente, algunos casos de corrupción se toleran. O si no se toleran, al menos resolverlos o sancionarlos se convierte en asuntos secundarios. La corrupción carcomió el “bono democrático” o esa “superioridad moral” que tuvo la izquierda partidista en Brasil durante una década. El lulismo utilizó este recurso dialéctico para desmontar a la oposición y le permitió construir gobiernos sustentados en los pactos. Hay que recordar que el sistema de partidos en Brasil es sumamente fragmentado, y hasta 25 fuerzas políticas tienen representación en el Congreso. Los pactos son obligados para gobernar: Lula eligió acordar por viaje, utilizando el llamado “barril del puerco”, es decir soltar billetazos para que los diputados de oposición avalaran su plan reformista, mientras que Dilma optó por pactar con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), un partido liberal y de centroderecha que impulsó a Michel Temer a la Vicepresidencia.

Al final, su pacto con el PMDB fue el origen de la conspiración que tumbó a la presidenta. Temer operó en las sombras un acuerdo de impunidad con la oposición a cambio de que entregara la cabeza de Dilma. Y es que el nuevo presidente de Brasil, el señor Temer, está muy lejos de ser el símbolo de la probidad. Sobre Michel Temer versan acusaciones de corrupción como la financiación política ilegal de su partido político y excederse en las donaciones privadas en campaña -por esto último ya fue condenado por una corte electoral de San Pablo-. Y no sólo eso, la Presidencia interina de Temer se auxilia de al menos siete ministros involucrados en el mismo caso que le costó la cabeza a Dilma, lo que resulta increíble de un Gobierno que dice combatir la impunidad.

A Brasil tenemos muchas cosas que admirarle cuando hablamos de combatir la corrupción. Por ejemplo, la independencia del Poder Judicial no es un bonito discurso como en México. Realmente, los jueces y fiscales tienen autonomía para comenzar procesos de investigación contra la cúpula política, cuando ellos así lo crean conveniente. Sin embargo, no confundamos, el juicio político contra Dilma tiene todo menos ejemplaridad. Es un proceso que conjuga la búsqueda de impunidad de parte de un grupo de políticos, encabezados por Temer, sobre los que recaen sospechas de corrupción al por mayor, y al mismo tiempo busca desmantelar el proyecto de Dilma que se distancia mucho de la ortodoxia neoliberal que exigen los empresarios y la oligarquía brasileña. Lo perdido en las urnas, ganado en el Congreso. El juicio de procedencia tiene más de venganza que de justicia; tiene más de revancha que de combate a la impunidad. El tiempo lo dirá.

Tapatío

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