Suplementos | La división entre los británicos no es sólo territorial, también entre generaciones El Brexit y la rebelión contra el establishment El proyecto de la Unión languidece ante la falta de democracia, contacto con el europeo común y su incapacidad para seducir a los pueblos de Europa Por: EL INFORMADOR 26 de junio de 2016 - 00:53 hs Muchos británicos votaron contra una Europa con capital en Berlín y en contra de un proyecto tripulado por una pequeña élite. AFP / O. Andersen GUADALAJARA, JALISCO (26/JUN/2016).- Hace 11 años, el filósofo y lingüista argentino, Ernesto Laclau, publicó “la razón populista”. Un texto que se ha vuelto de obligada consulta desde la crisis de 2008 y el fortalecimiento de los partidos populistas a lo largo y ancho de Europa. El argumento de Laclau es simple: el populismo es la construcción de un nosotros político, el pueblo, en contra de un ellos, las élites. Toda lógica política, todo discurso político que traza esa línea, que construye un “pueblo”, es necesariamente una articulación populista. Podemos estar de acuerdo o discrepar de Laclau, pero lo que resulta innegable es que su pensamiento goza de total vigencia. Desde los movimientos de indignados, pasando por el ascenso de la ultraderecha en muchos países de Europa, y hasta la posibilidad de que Podemos gobierne en España o la victoria del Movimiento Cinco Estrellas en Roma, el espejo político contemporáneo ya no se finca sobre la división izquierda/derecha o liberales/conservadores. Cada vez más, la narrativa política se finca sobre la división de los de arriba y los de abajo, la élite y el pueblo. La casta y el resto. El Brexit es también una manifestación política de esta rebelión contra el establishment. Una lectura somera de los datos arrojados tras el referéndum del jueves pasado en Reino Unido, deja de manifiesto que muchos británicos votaron contra la burocracia ineficiente de Bruselas, contra una Europa con capital en Berlín y en contra de un proyecto tripulado por una pequeña élite. Ni siquiera todo el poder de la “City”, Londres como centro financiero global, pudo evitar el Brexit. De acuerdo a los datos preliminares, hasta 80% de los habitantes del distrito donde están las instituciones financieras en Londres, votaron por el “remain” -por quedarse en la Unión-. Es cierto, Escocia, Irlanda del Norte e incluso Londres votaron por permanecer en el proyecto de integración, sin embargo la Inglaterra profunda y Gales se manifestaron tajantemente por abandonar una Unión. La división entre los británicos no es sólo territorial, entre sus naciones, sino también entre generaciones. Los jóvenes entre 18 y 24 años apoyaron la permanencia por amplia ventaja: 64%. En contraste con los británicos de la tercera edad que apostaron claramente por la salida del proyecto europeo. Esta rebelión contra las élites, contra Bruselas, la City y el proyecto europeo, se configuró también como una respuesta al discurso del miedo. Suena paradójico que la Unión Europea sólo pueda agitar el miedo para evitar que un Estado abandone el proyecto de integración. Recordemos que la Unión, el Tratado de Roma, nació como una respuesta a la guerra, y con el firme anhelo de dejar atrás los siglos de aventuras bélicas y agresiones militares entre las principales potencias europeas. Fue un proyecto de paz, de unión y prosperidad compartida. Sin embargo, esas palabras no se enunciaron durante la polarizada campaña. Bancos, medios de comunicación, partidos de derecha e izquierda, todos respaldaron la permanencia y al final sucumbieron. David Cameron, primer ministro británico que negoció condiciones con Bruselas para apoyar la permanencia en el referéndum, trazó su narrativa sobre la base de las terribles consecuencias que caerían sobre Reino Unido en caso de votar en contra de permanecer en el proyecto europeo. El inquilino del “10” de Downing Street presagió tormentas, tempestades e hizo del miedo su única oferta al electorado. Los mismos argumentos del miedo fueron repetidos una y otra vez por las principales autoridades de Bruselas, por los dueños de bancos y hasta por el presidente de los Estados Unidos. Ya no hay seducción, la Unión sólo pudo defender su postura agitando el miedo a un futuro incierto. Y eso habla mucho de lo que es la Unión Europea al día de hoy. El ciudadano europeo común, el de la calle, se siente alejado de las decisiones cupulares que toman cotidianamente los burócratas de Bruselas. La crisis económica le hizo un tremendo daño al proyecto europeo, no sólo por el origen de la crisis -la desregulación y la complejidad de los instrumentos financieros que llevaron al borde del abismo al mundo entero-, sino por la respuesta a la crisis. Bruselas no protegió a los europeos, protegió a los bancos. El Banco Central Europeo no puso el foco en la recuperación del bienestar de las comunidades, sino en rescatar a las irresponsables entidades financieros que ven la bolsa como un casino para enriquecerse ellos y llevarse “entre las patas” a naciones enteras. No es la Unión de los ciudadanos, no es la unidad en la diversidad como reza la frase fundacional del proyecto de integración, es una estructura institucional tejida y armada para sostener un modelo económico y productivo. A Bruselas no le importó que los estados tuvieran que recortar gastos en educación y salud, al revés: les impuso un ritmo de decrecimiento del déficit que paralizó el consumo y mandó al desempleo a millones de europeos. Bruselas se puso del lado de lo que ocasionaron la crisis, no de sus víctimas. De la misma forma, muchos británicos entienden que una Europa en la que manda una sola mujer, en donde la señora Angela Merkel decide por encima de los estados, tampoco es deseable como proyecto de futuro. Seguramente la historia será la mejor jueza de la herencia de Merkel y si ha sabido gestionar de forma adecuada su lugar preponderante en la definición del proyecto de Europa. Sin embargo, en su intento de coser Europa tras la crisis, Merkel ha llevado al desfiladero a muchos estados. Grecia permaneció en la Unión no por decisión de sus ciudadanos, que votaron por un proyecto de recuperación que le daba la espalda a Bruselas, sino porque Alexis Tsipras temió las terribles consecuencias económicas que suponía dejar Europa. Desde que Merkel mantiene su hegemonía sobre las instituciones comunitarias, el escepticismo ha crecido exponencialmente. De acuerdo al eurobarómetro de mayo de 2015, sólo el 37% de los franceses, el 32% de los ingleses, el 38% de los italianos y el 34% de los españoles tiene una “imagen positiva” de la Unión. Si analizamos estos datos con una perspectiva histórica, nos daremos cuenta que la satisfacción con Bruselas se ha venido deteriorando constantemente desde la crisis de 2008-2009. Una Unión que privilegia a las élites y tripulada fundamentalmente por Alemania, comienza a desencantar a segmentos muy amplios de la población europea. Asimismo, el nacionalismo es clave para entender estos procesos. Los teóricos de la Unión Europea, particularmente los llamados “funcionalistas”, nunca vieron un “choque” de identidades entre la identidad nacional -franceses, alemanes, holandeses o británicos- y la identidad comunitaria-europeos. De acuerdo a estas voces, la identidad nacional está atada a la lengua, cultura, tradiciones, mientras que la identidad comunitaria estará vinculada a la conveniencia, a la racionalidad del beneficio propio. Es decir, mientras la primera es histórica y emocional, la segunda es pragmática y racional. “Me conviene ser europeo”, para sintetizar el argumento. Sin embargo, el nacionalismo sigue siendo una fuerza viva, una identidad en la que se refugian muchos ciudadanos ante un mercado económico que quiere imponer decisiones políticas y la migración, el miedo al otro, que pesa enormemente en el debate europeo. A pesar de algunos esfuerzos de líderes muy concretos, el problema de la migración en Europa, y su conjunción con la crisis económica, ha detonado la aparición de manifestaciones xenófobas y racistas. Le Pen, Wilders o Farage construyen su discurso sobre la base de la “defensa de lo nacional”, de poner los intereses del país primero. Un discurso que culpa al distinto de los males propios y que no ha sabido ser contrarrestado desde la Unión Europea y desde los gobiernos moderados. En muchos países ambas identidades, la nacional y la comunitaria, lograron convivir, sin embargo en Reino Unido la coexistencia ha sido imposible. La Unión Europea se debe redefinir. Dice el ministro de exteriores de España, José Manuel García-Margallo, que ante el reto que significa la salida de Reino Unido del proyecto europeo y las negociaciones de dos años que contempla el Tratado de la Unión en su artículo 50, lo que necesitan los estados miembros de la Unión es “más Europa”. Avanzar hacia el modelo federal y ceder aún más competencias a Bruselas, acompañando la unión monetaria con un Gobierno económico paralelo. Yo diría que la Unión no necesita “más Europa”, sino más democracia. La Europa de las élites, de los bancos y la hegemonía alemana, pone en riesgo la viabilidad del proyecto a futuro. El divorcio con el Reino Unido tendrá sus episodios dolorosos, pero al final creo que el sentido común se impondrá en las negociaciones -sería absurdo infringirse daño con el nivel de compenetración de ambos lados del Canal de la Mancha. La Unión se debe reformar, poner en el centro del proceso de integración a los ciudadanos y luchar por un proyecto más justo e incluyente. La Unión, como cualquier proceso político, dista mucho de ser irreversible, por lo que sólo la democracia puede salvar un proyecto de integración que le ha dado a Europa el mayor periodo de paz y prosperidad de su historia. Temas Tapatío Enrique Toussaint Orendain Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones