Miércoles, 05 de Noviembre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (15/OCT/2011).- Días de agua y grises desfilan. El morro inmenso del ciclón se recarga contra la ciudad. Empuja, cerca, sitia. Con el filo mellado de sus aguas talla edificios y árboles, pule incansablemente el cielo invisible. El jardín en reposo recibe los caudales, conduce la abundancia hacia los aljibes que afrontarán luego la sequía. El siseo de los coches sobre las calles empapadas imprime una nota distinta en el cuaderno pautado de los días. Un ostinato que acompaña las horas, que alarga la espera, tarde en la noche. Después, como si nada, amanece un claro Sol y las ramas encorvadas de lluvia comienzan su lenta traslación rumbo al buen tiempo. Los albañiles, silenciosamente idos durante el temporal, regresan con voces y tonadas.

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Alfonso Gutiérrez Hermosillo, poeta, dramaturgo, ensayista y traductor,  murió muy joven. Nació en Guadalajara en 1905 y murió en México en 1935, sin haber cumplido los 30 años. Alcanzó a dejar una estela de deslumbramientos, de amistades que le fueron fieles a través de los años. Miembro destacado de la generación que se agrupó en torno de la revista Bandera de Provincias, su poesía evolucionó rápidamente y apuntaba hacia una insólita originalidad. Muy meritoriamente, Luis Alberto Navarro preparó y anotó su Poesía reunida, publicada recientemente por la Secretaría de Cultura de Jalisco. Dice Navarro: “Pocos autores pueden, en ráfaga, dejar una estela de unos cuantos libros y quedar suspendidos –por siempre– en la palabra poética. Breve su vida y su obra, Gutiérrez Hermosillo encarna con Ramón López Velarde, una estirpe de poetas muertos en la flor de la vida”. Un repaso de las dedicatorias de su poemario Tratados de un bien difícil, retrata a una generación y enlista parte de la nómina de las amistades que Gutiérrez Hermosillo tenía el don de concitar: José Martínez Sotomayor, Eduardo Villaseñor, Emmanuel Palacios, Manuel Martínez Valadéz, Enrique Martínez Ulloa, Agustín Yáñez, Genaro Estrada, Antonio Gómez Robledo, José Arriola Adame, Efraín González Luna, Xavier Villaurrutia… Para Yáñez fue, por ejemplo, este

Tratado de la amistad


El amor que contiene no procura

ceñirse las bondades en su frente

no es goce suyo sino el afluente

ser y el hacer pequeña su figura.


Y cuando por hacer mejor apura

el vaso y, fervoroso recipiente,

guarda aromas sedantes, es la fuente

que hará brotar de sí gracia futura.


El tiempo aliado, la distancia amiga

son clima para aquel que se depura

como el grano que está hecho ya espiga.


Como la espiga desmayada apura

el viento móvil, la amistad que liga

bebe el gozo feliz de un agua oscura.  

Quizá unas líneas de un poema anterior, de 1926, pudieran haber sido el programa de amistad y generosidad –y también de fiero orgullo– que luego en su trayecto breve haría inolvidable al poeta:

Y así que la ternura se me sale de los ojos,

canto porque en mi vida todo será de todos,

aunque sólo los vientos repitan mi canción.

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Más de la Colección Jumex en el Hospicio Cabañas. La manera en que las salas ordenadas, los patios quietos que se enlazan unos a otros reciben a esta reunión de obras que hablan de los agitados aires que corren en el arte contemporáneo. Una pieza de Gabriel Kuri, colgada en lo alto de un muro: un tablero para apuntar la comida del día en alguna fonda; a un lado, las intenciones, enfrente los deseos. Un vaivén entre las líneas de la realidad que escapa. Se llama Quick Standards.

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De las postales. Cinco delgadas imágenes de una exposición vista ya hace años en el Grand Palais. En la primera, la frente arrugada de un artesano se inclina sobre la labor mientras un niño alumbra la escena con una vela cuyo humo apenas se adivina. En la segunda, un joven oye la buenaventura y su mirada perpleja oscila entre el desengaño y la ilusión. Luego la Magdalena, perfil justo, pelo recogido, mira arder la lumbre mientras tal vez arda ella. Después una señora, inmersa en una partida de cartas, sorprende al tramposo en su juego de manos, con los ojos incrédulos de la víctima atrapada. La quinta imagen es otra vez la primera: el niño mira al padre afanarse en su oficio, algo que quiere preguntar tiembla en sus labios; sabe ya quizás algo de su destino. Por ahora mira y calla, asombrado y feliz mientras la luz brilla en su cara. San José carpintero prosigue en sus trabajos.

Georges de La Tour es el autor de estas obras. Vivió de 1593 a 1652. Dedicó su vida a retratar la luz y sus artificios.  

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Adam Cohen, hijo de Leonard, dice que tardó mucho tiempo en encontrar su voz. Pronto cumplirá 40 años. La larga sombra del padre lo cubrió, lo confundió y tal vez lo iluminó. Historia milenaria, parece. En youtube hay un par de canciones en las que una ceñida banda lo acompaña. Toca en Los Ángeles, en el Hotel Café. Durante una de esas interpretaciones la cámara realiza un lento paneo por la audiencia. Una muchacha en el chelo hace coros y Adam rasguea una guitarra que se adivina ya veterana; la imagen es oscura, las cabezas de la gente en el público se mueven rítmicamente. Como al pasar, el lente capta brevemente a un espectador sentado solo en su mesa, moviendo la cabeza con contenida aprobación: es el padre, Leonard Cohen.

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