Viernes, 14 de Noviembre 2025
Suplementos | Por: Pedro Fernández Somellera

De viajes y aventuras

Juan Quezada y las Ollas de Mata Ortíz

Por: EL INFORMADOR

Juan Quezada, con su camisola de cuadros y sombrero arriscado, nos muestra algunas de sus piezas.P.FERÁNDEZ  /

Juan Quezada, con su camisola de cuadros y sombrero arriscado, nos muestra algunas de sus piezas.P.FERÁNDEZ /

GUADALAJARA, JALISCO (17/OCT/2010).- A Juan Quezada lo conocí colgando de un balcón del segundo piso en el Museo de Chihuahua.
Grande, fuerte y colorado, no le bastaba el impecable y sempiterno sombrero para ocultar su mirada altiva y segura de indio bien cuajado de los de por allá de las áridas tierras de “Shihuahua!.

Botas, cinturón pitiado, camisola de cuadros y una olla entre sus manos no negaban la cruz de su parroquia; y aunque estuviera colgado de un balcón, su presencia era rotunda, segura y bien plantada.

Ahí estaba su estampa de cuerpo entero, imponiendo en todo el lugar la fuerza orgullosa del… “aquí stoy, sin más mérito que el haber hecho lo que he debido hacer… y no he hecho más que ollas… ay stán pa' que las vean, y si les gustan… pos’ qué mejor”.

El cartel no decía nada; sólo se veía a aquel hombrón en actitud de  “…órale pues, ay está la foto, a ver a quien le sirve, y si mis ollas les han gustado, me complace, pero no crean que son nada del otro mundo”.

- “Gente como ésta vale la pena encontrarla”- pensé.

- “En Mata Ortiz lo puede encontrar”, me dijeron.

 - “¿Qué es Mata Ortiz?”, preguntamos.

 - “Es un pueblito que así se llama. Está payá’ pal’ Norte de ‘Shihuahua’, por el rumbo de Paquimé, como a unos 200 kilómetros de aquí”, nos dijo el poli del museo.

Al caer la tarde llegamos al hermoso sitio, con sus vestigios arqueológicos de impecable arquitectura y admirables sistemas hidrológicos que impresionarían al más pintado urbanista de nuestros tiempos.

 Decidimos entonces recluirnos en el bonito y solitario mesón llamado Las Guacamayas, donde dormimos a pierna suelta. Habiendo visitado el sitio arqueológico y el bien puesto museo de sitio, al día siguiente la emprendimos rumbo a Mata Ortiz.

Unos chiquillos que jugaban entre el terregal, se divertían asustando a las escolares que salían del colegio, muy uniformadas y oliendo a borrador. Las calles terregosas al lado de las vías del tren parecían recoger a varias casuchas a sus lados. Nada había que hiciera referencia a aquel altivo personaje que colgaba en el museo. No se veía nada que valiera la pena en aquel poblado, que se llama Mata Ortiz en memoria de un valiente militar que empeñó su vida en las terribles borucas de la revolución.

Una niña de cara redonda y negras trenzas, nos dijo que creía que ahí en la esquina vivían los Quezada, pero que ella no sabía, que ella sólo había oído que alguien había dicho que creía que ahí vivían.

Venciendo tantas dudas y “yonosenadas”, nos atrevimos a empujar la puerta de la casa más cercana. Un penoso rechinido de bisagras rompió el silencio de la habitación en donde de súbito nos vimos rodeados de sillones victorianos en terciopelo rojo, y con una vieja consola Telefunken cubierta de manteles tejidos y un cisne de porcelana encima. La impresión de que todo estaba preparado por si alguna visita pudiera llegar, se hacía más notorio por el olor a leña quemada que venía del patio de atrás.

El atrevimiento de dar unos cuantos pasos adelante, acompañados por el consabido “…buenos díaaas…”, nos pusieron sin más ni más, en medio de la extraordinaria exhibición de las joyas de la famosa cerámica de Juan Quezada, que junto con su familia entera -con arte y dedicación- fabrican… ¡en el patio de su casa…!

Don Juan, que almorzaba tras unas cortinas de tejido, al oír que preguntábamos por él, se levantó a saludarnos amable y austero; y calzándose su imprescindible sombrero de vaquero, pidió a uno de sus hijos -ceramistas todos- que fuera nuestro guía para enseñarnos los tesoros familiares.
La historia de este hombre, cuyas piezas hechas y firmadas rondan en los cinco mil dólares, merece un capítulo aparte. El hecho de haberse empeñado contra viento y marea, a copiar los tepalcates antiguos que se encontraba por ahí tirados; el haber  perfeccionando sus técnicas con los rudimentarios elementos que tenía a la mano; y haber llegado a tal sofisticación, es más que digno de admirar.

Sus enseñanzas, filantropía y dedicación han puesto a Mata Ortiz en el mapa mundial de los ceramistas, dando además ocupación y empleo a la mayoría de las familias de este pueblo.

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