Lunes, 03 de Noviembre 2025
Suplementos | Por: Pedro Fernández Somellera

De viajes y aventuras

En la Reserva de Chitwan en Nepal

Por: EL INFORMADOR

Alguna vez, en una revista del National Geographic había leído algo de la reserva de Chitwan.

Su recuerdo quedó grabado en mi memoria: tigres, leopardos, rinocerontes, cocodrilos y paisajes bucólicos los tenía archivados en alguna parte de mi cerebro y en lo más sensible de mi corazón; ahí es donde tengo los buenos recuerdos de aquel Chitwan entre las selvas tropicales del Terai, al sur de Nepal y casi frontera con la India.  

Una vez, -después de haber estado en el Campo Base del Everest  acompañando a Alejandro Ochoa y su grupo de canadienses y mexicanos- venía bajando en solitario por una de las empinadas veredas de los Himalayas, y entablé conversación con un viejano muy padre gente, más o menos de mi rodada, que andaba en similares aventuras.

Traspié tras traspié, aunque él hablaba en aussie english, y yo champurrado de castellano con el escaso gringo que pude aprender de mis amigas veraniegas en el Tec de Monterrey la plática no dejaba de fluir; y entre las pocas palabras que le pude entender apareció con mucho brillo el nombre de Chitwan; palabra mágica que tenía grabada en las partes más inquietas de mi ser.

Más tarde, consultando mapas, para mi sorpresa resultó que aquella famosa reserva no quedaba muy lejos de Katmandú, ciudad a donde en dos o tres días de caminata llegaríamos. Sin tardanza decidí que Chitwan sería mi próximo destino.

Al llegar, de inmediato contraté a una persona para que me llevara lo antes posible a aquel hermoso lugar que insistente me llamaba como a Ulises las sirenas: Chitwan.

Un pequeño cochecito negro, de marca que no me acuerdo, y que era conducido por un señor de igual color, se sentó volante en mano del lado derecho de la unidad haciéndome parecer que era yo quien conducía; y entre insistentes pitidos para vacas, bicicletas y los peatones distraídos en las estrechas callejuelas, y más tarde por el congestionado y semidestruido camino que entre vueltas y revueltas, abismos, lodazales y desfiladeros nos llevaría después de algunas largas horas, a la orilla de una brecha terregosa que terminaba en un extraño lugar desolado a la margen del río Narayani.

Entre el vasto llano desolado, con el pasto impecablemente recortado por el ganado, crecían rectos y soberbios los árboles de Sal, (shorea robusta) con su tronco blanco y enormes hojas que perfectamente ambientarían el mejor cuadro de Magritte. El silencio, salvo el tranquilo correr del río era impecable, y quizás hasta ceremonioso en aquel paisaje plano que de tan quieto podría parecer  irreal.

Ahí en ese lugar, el hombre oscuro, mudo y empolvado que manejaba el pequeño coche, de súbito detuvo la marcha; bajó mis mochilas, pitó insistentemente un par de veces y simplemente escupió un torpe “bay bay, they come (ya vendrán)”, y antes de que yo alcanzara a decir ¿mandiusté? el automóvil  había desaparecido dejando un incierto rastro polvoso entre la arboleda.

Mi azoro ante la inverosímil  situación en que me encontraba, no me impedía realizar la belleza del lugar. Era una gran llanura completamente plana, cubierta apenas por un pasto cortito y muy verde que se interrumpía de cuando en cuando por los enormes y esbeltos árboles.

El Narayani, lento y caudaloso, se me figuraba que era el majestuoso vestíbulo de la imponente selva que ya se columbraba en la lejanía más allá, del otro lado del río.
El sol furioso se asomaba agresivo entre nube y nube; y yo sentado en mi mochila en medio de la nada, esperaba a no se quien para que me llevara a no se donde.

El  sshhh del correr del río, hacía que el silencio se hiciera más presente. La vista larga entre los árboles de la planicie hacía más notoria la soledad a mi derredor; los minutos se prolongaban, y la angustia… por fortuna no venía. Yo solamente esperaba.

Al tiempo; quizá una hora después, divisé en la otra orilla a un hombre que empujándose con una vara intentaba cruzar el río en un estrecho cayuco. Aquella figura delgada alta y morena, haciéndose cada vez más grande, atracó en una playita  no muy lejana, y  haciendo señas para que me acercara, me gritaba entre risotadas maliciosas y burlescas… ¡Com… Com!

No teniendo más alternativa que la que se me presentaba, subí al cayuco del moreno mis pesadas mochilas, y dócilmente acepté el paseo y su plática en ghurkalí, misma que finalmente remató con otro ¡Com…Com!  al llegar a la otra orilla.

Dicho esto, y sin demostrar la menor intención de ayudarme con la carga, haciéndome señas para que lo siguiera y dando grandes zancadas se internó casi galopando por una vereda que se perdía entre el espeso matujal de la selva.

Cargando mis dos pesadas mochilas, lo seguí tambaleante a lo largo de una eterna media hora entre aquel estupendo escenario.

Una botella de cerveza en su mano sudorosa, la vista de una pequeña cabaña a la orilla del río y un par de señoras preparando no sé que potaje hicieron que desapareciera el ¿What? de mi triste figura. Techo, piso, catre, silla, una mesa y una pequeña terraza levantada en zancos era el mismo paraíso hecho realidad. 
 
Me desplomé en la silla de bambú, me aflojé las botas y con los pies en alto y otra cerveza en la mano, me puse a ver el sol anaranjado que se ocultaba más allá del río mientras escuchaba embelesado los sonidos del anochecer en la selva de Chitwan.

Si me morí en aquel momento no me acuerdo.
Si eso era el paraíso, bien que lo recuerdo.
 
deviajesyaventuras@informador.com.mx

Suplemento Pasaporte

Temas

Recibe las últimas noticias en tu e-mail

Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día

Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones