Desde mis orígenes, o por lo menos desde los que recuerdo con mediana lucidez, el ritual alimenticio en casa comenzaba a la 1:30 que tocaba ir por las tortillas (haciendo una cola de media hora) y se comía en punto de las dos, porque los más adultos regresaban a trabajar a las cuatro, cuando esta ciudad todavía permitía desplazarse sin problemas en un camión urbano que circulaba por calles sin tanto tráfico.Acatar dicha disciplina, que en lo particular se me pegó más que muchos de sus sabios consejos, implicaba que mi madre, a más tardar a la hora del ángelus, comenzara a “cucharear cazuelas”, como solía referirse a la preparación de la pitanza cotidiana, y no poca antipatía le generaban las doñas fodongas que hasta por ái de la una, apenas andaban “dando trazas” para discurrir lo que los suyos comerían ese día.No voy a decir que, una vez matrimoniada y con prole a mi cargo, seguí la encomienda alimenticia a pie juntillas, entre otras cosas, porque a diferencia de mi progenitora, nunca fui mamá de tiempo completo, pero tampoco llegaba a casa sin haber resuelto el culinario asunto sin anticipación, con tal de que a más tardar a las dos con 30 nos reuniéramos a dar cuenta de la ración del día que, mínimamente, debía contar con una sopa, seca o aguada, y un guisado con carne y vegetales.Los tiempos desde entonces han cambiado y las usanzas del pasado ahora son solo recuerdos imposibles de recrear cuando se trabaja en faena corrida y todas las horas para circular, por el rumbo que sea, son “pico”. Y en aquel infausto día, cargado de chamba y pendientes por resolver, era mucha el hambre y pocas las ganas de llegar a casa a cocinar, tomando en cuenta que ya iban a dar las cinco de la tarde, así que mi hermana y yo resolvimos que lo más cuerdo o menos insensato era llegar al sitio en donde nos pudieran satisfacer la urgencia, salvando la preparación y el cochinero de trastes que no falla.De pasada, y como en tales sitios de perdición económica los platillos son de precio accesible, asumimos que nuestra mejor opción sería ingresar a un casino en donde, como postre, tentaríamos un rato a la suerte con lo que nos ahorramos de no pagar en otro sitio. Pues a mí tráigame una ensalada de la casa, ordenó primero mi acompañante, haciendo uso de sus privilegios de hermana mayor. Como a mí las ensaladas solo me satisfacen como adorno o complemento de algo más sólido, ordené un consomé de pollo, que tampoco me hace mucha gracia, pero el clima gélido me sugirió que sería una buena opción porque lo sirven con tiritas de tortilla doradas, cebolla, cilantro, aguacate y trocitos de panela.Cuando observamos que el mesero regresó apenas dos minutos después de tomarnos la orden, agradecimos que el servicio fuera tan eficiente, pero enmendamos el veredicto porque el servidor solo regresó a notificarnos que la ensalada no podría elaborarse porque no disponían del jitomate, pepino y cebolla que debía contener. Pues, un club sándwich, apuntó mi hermana con resignación y el mesero regresó tan raudo como se fue, para informar que tampoco tenían jamón, pero que si gustaba ordenar algún otro platillo de la carta. Mientras ella consultaba el menú para nombrar con propiedad a su nueva elección fallida, divisé al empleado desplazándose hacia mí, con el humeante potaje que ordené pero, que solo por esa ocasión, no traía cebolla ni limón porque era lunes, justo el día que el proveedor surte los insumos y se le había hecho un poquito tarde. ¿Un consomé sin limón?, ni que fuera penitencia, pero nunca como la que se merece un gerente que prefiere quedarle mal al cliente, antes que mandar a un propio al gigantesco supermercado que se ubica a 50 metros del lugar.