Hace unos días, Alfonso “Foy” Urrea (1943-2015), mi amigo de toda la vida, se nos adelantó y, desde que lo supe, quise escribir una nota para digerir su ausencia y agradecer de esta manera su amistad de toda la vida. Para eso retomé las notas del libro de Matthew von Unwerth, Freud’s Requiem en donde el autor imagina ese día que Freud salió a caminar por uno de esos paisajes que hay en Suiza acompañado de Rainer María Rilke y Lou-Andreas Salomé.Durante la caminata, Freud se dio cuenta de que el poeta no disfrutaba lo que estaban viendo porque tal parece que lo efímero de la belleza lo abrumaba, porque sabía que “un día de estos se iba a acabar”, como sucede con la belleza natural o con los seres humanos o con eso que hemos creado, amado o admirado y que tanto podemos disfrutar aunque sea efímero.Todo lo que es hermoso y perfecto decae y eso provoca una especie de abatimiento, melancolía o nostalgia, como la que sentía el poeta o la rebelión contra esa melancolía “cuando cuento los golpes que dan la hora y veo al pujante día desvanecerse en la odiosa noche…”, entonces, pensamos que no es posible que las maravillas de la Naturaleza, del arte o de la amistad se desvanezcan y un día se conviertan en “nada”.Es absurdo creer que algo, por ser maravilloso, puede perdurar y escapar de las garras de la destrucción. El deseo de inmortalidad es producto de nuestros deseos e imaginación y, por eso, nos quejamos y nos duele cuando nos damos cuenta que ya no existe. Rilke no pudo disfrutar del paisaje, ni pudo aceptar “sólo por hoy” la felicidad de la compañía ni del paisaje y, por eso, Freud habló con él de su pesimismo para tratar de hacerle entender que, “en la idea de que lo efímero, lo bello está implícito” y que las cosas y las personas justo por ser efímeras, se aprecian más y tienen un mayor valor justo porque sabemos que no son eternas.El desconsuelo y el dolor por la pérdida de alguien que hemos querido y admirado es natural y para los psicólogos, el luto es un enigma, es un fenómeno que no se puede explicar por sí mismo sin que salgan otras cosas a las que hay que seguirles la pista.Pero resulta que tenemos una capacidad para amar, que le podemos llamar «libido», y que, en su estado primario, es el que alimenta nuestro ego. Cuando el objeto o la persona que amamos se ha ido o nos hemos separado, nuestra capacidad de amar, es decir, nuestra «libido», se queda sin ese objeto con el que nos alimentaba y, por eso, al principio se desconcierta pero, una vez que tolera esa ausencia a través de un sentido duelo, naturalmente, vuelve a dirigirse a otro objeto o persona y, en un tiempo dado, nos sigue alimentando.Es doloroso y es misterio, sí, pero, cuando la libido se desprende de los objetos primarios, aunque se haya agarrado de tal manera que no quiera renunciar a lo que ha perdido, finalmente, tiene la capacidad de sustituirlo. Así es la vida del ser humano —si es que estamos bien de la cabeza—, y lo que es muy cierto es que la libido encuentra el sustituto —como lo encontró “la viuda alegre”— y la ausencia es más bien una poda (con ‘p’), para seguir vivos, disfrutando de ese viento que acaricia las ramas de nuestro paisaje solitario.