Quizá algún lector recordará aquella vieja productora llamada Provincia en marcha, que se dedicaba a filmar los extrañísimos noticieros que pasaban como aperitivo de las funciones principales en ciertos cines. No me ocuparé aquí de la productora (no teman) pero sí del nombre, posible consecuencia de la triunfalista retórica oficial de los años setenta y evocador de una vieja y aún frustrada ambición del federalismo mexicano: moderar la dependencia de los estados con el centro del país. Esto viene a cuento, en materia literaria, por las reciente polémica entre los “orgullosos norteños” y los presuntos “posnorteños”. Los primeros (en cuyo listado se incluyen autores con algunos ayeres en la espalda) reclaman la gloria de haberse enfrentado al centralismo mexicano con propuestas literarias alternativas en cuanto a temas (el narco y la violencia social al comando), arsenal verbal (se glorifica, por ejemplo, al Piporro y, en general, a la jerga de los estados fronterizos) y procedimientos estéticos (esto lo ha tenido que hacer Cristina Rivera Garza, que no escribe de narcos ni tiene prosa piporresca, pero que es de Tamaulipas y se ha consagrado desde hace años al juego con las estructuras narrativas). Los segundos (Carlos Velázquez, Julián Herbert o Daniel Espartaco, los más destacados de entre ellos) no se han manifestado aún más allá de twitter ni han explicado en qué consiste la poética posnorteña, pero en términos generales parecen tener la peculiaridad de escribir de otras cosas y mediante procedimientos diferentes. Imposible negar que numerosos autores nacidos o residentes en el norte del país han publicado en años recientes títulos de interés. Sin ir más lejos, Daniel Sada, mexicalense (y admirador del dichoso Piporro), es uno de los mejores narradores nacionales de los últimos cuarenta años. Y también han sido profusamente leídos y celebrados Crostwhaite, Parra, Élmer Mendoza, Heriberto Yépez, Juan José Rodríguez, la propia Rivera Garza y algunos más. Sin embargo, tengo la impresión que la reivindicación sobre el hecho de que sus libros hayan cimbrado al centralismo no pasa de buena intención. Me explico: los sellos editoriales que han dado a conocer a todos estos autores no son de Tijuana o Culiacán, sino capitalinos y, en muchos casos, meras sucursales de sellos ibéricos. Los críticos que han mirado con interés sus obras y llamado la atención de los lectores y los medios sobre ellas son, también, abrumadoramente defeños o extranjeros. Y de las instituciones culturales que los han becado y paseado por el mundo (en ruda pugna con sus colegas del centro del país, según testimonia Cristina) ni se diga. A cambio de ello, los lectores norteños sufren la escasez casi total de librerías en sus terrenos y la rotunda ausencia de medios y editoriales que difundan el trabajo de esas decenas de escritores, buenos y malos, que no figuran entre los aclamados. Todo mundo tiene derecho a exigir reconocimiento a sus méritos. Pero también debería ponderarlos con realismo. Lo cierto es que “el norte” podrá ser, si se quiere, el sabor del mes en las letras mexicanas, pero de ahí a decir que el centralismo ha retrocedido hay un abismo.